En la corte de Enrique VIII, uno de los trabajos más apreciados entre la nobleza era ser elegido “groom of the stool”, el “mozo de las heces” que limpiaba las partes íntimas del monarca después de que hiciera sus necesidades. Semejante “lameculos” solía ser uno de los principales caballeros de la cámara real, hasta el punto que uno de ellos, sabedor de todos los secretos de palacio, llegó a dirigir la política fiscal de Inglaterra.
En la España actual, tan distinguido empleo podría asignarse a alguno de los ministros de Pedro Sánchez o a la mayoría de los integrantes de la ejecutiva federal socialista, donde se ha instaurado una suerte de cofradía del amén, de tal manera que si el amado líder dice que luce un sol de abundancia pese a que sobre el cielo se ciernan nubarrones de borrasca, todo el rebaño aplaude, cierra el paraguas y se embadurna de protector solar, hasta que escampe.
Quien mejor desempeña esa apreciada tarea de acercar el taburete al presidente en cuclillas es el ministro de los trenes con retardo, de quien el mandamás ha obtenido la impagable fiereza del perro de presa. Si hay que salir en defensa del patriarca, el primero en aparecer a pecho descubierto es el señor de Valladolid, que como buen castellano viejo dispone de acerada esgrima en la lengua.
Puente persevera estos últimos días en el empeño de poner en la diana a los jueces del Supremo por no aplicar la ley de amnistía al delito de malversación que se le imputa a Puigdemont, que es lo que interesa a su jefe para que los separatistas catalanes no saquen los pies de las alforjas y derriben de siete soplidos la choza de paja de los tres cerditos.
Así, por defender a ultranza los designios del mandarín y blanquear sus miserias, no hay reparos en cuestionar la independencia de la Justicia, uno de los pilares esenciales del edificio democrático que algunos se empeñan en dinamitar. Qué papel tan poco higiénico, el del ministro de marras.
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