Katie Ledecky camina desgarbada por la piscina de La Defénse. Tímida, pese a su leyenda, saluda con la mano baja. Ni promueve la pirotecnia, ni parece inmutarse . A sus 27 años, y en un deporte de élite tan dado a la precocidad –ahí queda el impacto de la canadiense de 17 años Summer McIntosh, con tres finales ganadas–, Ledecky pelea contra el tiempo. Pero no contra la decrepitud. Ayer, en una de sus pruebas más queridas, los 800 libres –la ha ganado en cuatro Juegos seguidos–, conquistó el noveno oro de su carrera, el segundo que logra en París tras el de 1.500. Ledecky acarició la medalla con la calma de haber cumplido.
Porque cazó Ledecky a la que hasta ahora era la mujer con más oros de la historia del olimpismo, la gimnasta soviética Larisa Latýnina (triunfal entre Melbourne 1956 y Tokio 1964). Pero la legendaria nadadora de Washington, la mejor de siempre, se sabe bien acompañada en el firmamento.
Horas antes de la última gesta de Ledecky, Simone Biles continuaba volando en el Arena Bercy, donde cada una de sus actuaciones son recibidas como obras del mesías. Biles, como Ledecky, también tiene 27 años. Nació tres días antes que Ledecky, el mismo marzo de 1997. Conquistado su séptimo oro y con dos finales aún pendientes en las que es más que favorita (suelo y barra de equilibrio), nunca hubiera imaginado que estaría también compitiendo a estas alturas.
Mientras Ledecky ha aprovechado la competitividad de la australiana Titmus para encontrar un motivo para seguir luchando, Biles, con los fantasmas a buen recaudo, ha tenido que rescatar su mejor versión para poder sostener a otra gimnasta genial, la brasileña Rebeca Andrade. La misma que la llevó al límite en la final del concurso completo, donde las gimnastas tienen que mostrar su perfección en los cuatro elementos, y que acabó pisándole también los talones en la fabulosa final de salto.
Ledecky y Biles, a sus 27 años, aún se divierten. Nunca buscaron ser las mejores de la historia. Les bastaba con ser felices.