Es imposible que el orfebre virtuoso que en el año 908 hizo la Cruz de la Victoria en el Castillo de Gauzón (Castrillón), por encargo de Alfonso III y su esposa Jimena, pudiese imaginar la potencia que adquiriría esa silueta de brazos lobulados como símbolo de Asturias. Tampoco hasta dónde llegaría su poder identitario. El año pasado, un niño de la ciudad argentina de Comodoro Rivadavia, en la Patagonia argentina, pidió a sus padres que su tarta de cumpleaños llevase esa cruz que se representa, amarilla sobre fondo azul, en la bandera del Principado. El niño no tenía ninguna relación familia con Asturias. Para él, que vive en la región que los europeos consideraron el fin del mundo, a 11.625 kilómetros del Principado, la Cruz de la Victoria había perdido cualquier relación con una monarquía medieval o con una lejana región del norte español. Para él, la Cruz era ni más ni menos el símbolo de su pasión futbolística, el signo de la afición que le unía a sus amigos, con los que juegan en el equipo del Centro Asturiano de esa ciudad.

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