EN MEDIO de toda esta actualidad gris, triste en muchos casos, oscura y plana, en medio del verano sin verano (de momento), surge la sonrisa con brackets de Lamine Yamal. Ahora es muy fácil hacer una columna sobre el chico, habréis pensado. Fácil no sé, pero sí muy necesario. Un acto de justicia. Sólo en este último partido de la selección habrán caído algunos en su genialidad futbolística, pero estas cosas no se amasan de un día para otro.
Más allá del fútbol, y del arco mágico del gol contra Francia, está la historia del muchacho, que ya han contado, y muy bien, algunos periódicos. Él, con sus dieciséis años (va a cumplir diecisiete en unos días) no parece darle importancia. Quizás huye de los males de la fama, que alguien le habrá recordado en medio de la euforia desatada. De nuestra euforia desatada, me refiero, mucho más que la suya.
Algunos, tirando del tópico, dirán aquello de “es una cabeza bien amueblada”. Pero los que lo conocen bien aseguran que es una cabeza amueblada de otra forma, con otro estilo, con otros motivos, con otro diseño. El salto está en ser diferente. Ahora, el chico aparece en todas partes. Se habrá visto, con su mirada aún infantil, ocupando media portada en los periódicos generalistas y portada entera en los periódicos deportivos de toda Europa. Es algo muy fuerte, pero no creo que eso le dañe, aunque es cierto que la fama puede ser dañina. Creo que sabe que salir así, en los medios, reconocido por los de su profesión, es finalmente el resultado de un trabajo.
Y también ha vuelto aquella foto, que se tomó para un calendario solidario del diario ‘Sport’, en la que aparece Messi bañando a un Lamine Yamal de cinco meses. Ahora sabemos que en realidad lo estaba bautizando para el mundo de los futbolistas geniales. Curiosa la jugada del destino, si es que el destino existe. Quizás sólo exista la casualidad, pero puede ser maravillosa.
Esa foto cobra ahora todo su simbolismo: el astro unge al bebé del que aún no sabemos, como quien bautiza al escogido por la mano extraña del azar, y la foto regresa ahora del pasado como un juego mágico del tiempo. Pero seguro que Lamine se lo habrá tomado con tranquilidad. Esa misma que muestra en las ruedas de prensa, en las que huye de lo grandilocuente (tan propio del fútbol), ¡con 16 años!, y pasa página ante el entrevistador con la urgencia de los años jóvenes, hablando no de su gran desempeño, sino del partido siguiente, porque a esa edad el pasado en apenas una brisa ligera.
La historia que lo acuna competiría con el mejor de los guiones. No sólo esa liturgia con Messi, como quien cae en la marmita del genio. Yo me he pasado semanas llamándolo Yamine Lamal, para desesperación de mi hijo, por falta de tiempo para pronunciar bien su nombre. Durante los partidos, sus movimientos eléctricos me impedían ordenar las consonantes. Una dislexia de campeonato. Pero luego supe que para mí su nombre podía expresarse de muchas formas caprichosas, como sucede a veces en los cuentos fantásticos. En el caso de Francia, dicho sea sin ofender, lo titulé: ‘El rey que Rabiot’.
Días después, el distrito 304 se hizo famoso. Lamine llevaba citándolo todo el campeonato, con sus dedos, en lugar de dibujar corazones para las cámaras. Y esa cita agranda su biografía y su historia. Piensas en esto, en el niño del barrio diverso, en Mataró, y en la hermosa reivindicación. Y lo piensas en días difíciles precisamente para la diversidad y la inmigración. Leo que el fútbol es un lugar perfecto para alejar la realidad y sus males. Un paréntesis para olvidar la vida frágil e incierta. Pero Lamine hizo de ese paréntesis un paraíso.
El barrio de Rocafonda brilla ahora en los telediarios, con la grandeza de las culturas plurales y la convivencia humilde. El chico tiene, escucho, ese aroma de los futbolistas de potrero, que dicen en la Argentina, esos movimientos impredecibles de la calle, donde al jugar hay que evitar el mobiliario urbano y el paso de la gente. Nos gusta pensar que juega aun con la mente de un niño, pero con los pies de un taumaturgo.