Mi nombre de guerra es «Resiliencia». Dedico este escrito a quienes hace pocas semanas fueron mis compañeros en la planta la 5ª C del HUCA. Sí, la 5º C, la de pacientes psiquiátricos. Sintiéndolo mucho, no puedo desvelar mi identidad. Ni siquiera personas muy cercanas saben lo que me ha sucedido. No es que me avergüence de haber pasado por allí. Todo lo contrario: esos días han sido para mí una maravillosa lección sobre los demás y sobre mí misma. Pero necesito un tiempo para digerir lo ocurrido, para que mi entorno pueda conocerlo y asimilarlo. Lo que no puedo retardar es la expresión pública de la gratitud que siento hacia mis compañeros de planta. Todo cambió gracias a unos ejercicios de yoga. Os cuento…
A quienes me acompañaron en la planta la 5ª C del Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA). A esas personas invisibles en una sociedad que anestesia y oculta el dolor, ése que nos recome por dentro, que no se ve si no se cuenta. El dolor incomprendido de una soledad impuesta, de un vacío tan profundo que por momentos se entremezcla y oculta entre las vísceras. El dolor de las cicatrices en forma de autocastigo, que cubre los brazos y piernas de aquellos cuya gestión emocional les hace cortarse para sobrellevar su día a día.
La 5ª planta: ese lugar que nadie está libre de transitar y habitar. Porque la salud mental en un mundo globalizado, inmerso en el capitalismo y la productividad, en el que llegar a todo es la premisa y acaba desencadenando graves problemas emocionales frente a los que faltan recursos.
El largo pasillo que recorre la planta es frío, aséptico. Su estética no reconforta. Y así, presa del miedo y bajo los efectos de las benzodiacepinas, transité hasta la habitación que me fue asignada. Me juré a mí misma no salir de ese habitáculo. Sus grandes ventanales provocaban en mi interior un sentimiento de oscuridad. Me aferré a la lectura y al yoga, intentando abstraerme de los gritos que al otro lado de mi nuevo hogar se escuchaban: «Yo no estoy tan mal como esta gente», me repetía a modo de mantra. ¡Qué soberbia la mía!
Y allí encerrada, entre lectura y posturas de yoga, tú me viste. Me abordaste a través de la mínima ventana que nos comunica con el pasillo y la realidad. «¡Hola! ¿Cómo te llamas? Te he visto practicando yoga y después de hablarlo con otras compis nos preguntamos si te apetece darnos clases». Yo, asentada aún en la negación de verme en un lugar con la libertad coartada; lejos de mis rutinas, de mi familia, del aire puro, con zapatos sin cordones y con un pijama de hospital tan abundante que apenas mostraba mi huesudo cuerpo… yo dudé por un instante el aceptar aquella propuesta. En ese impasse, asumí que habitar esa planta durante el tiempo que estimase el equipo médico era, sin duda, lo mejor para mi salud.
Aún con los nervios que te da la consciencia, le respondí que yo solo era una alumna en proceso de aprendizaje, «pero si os parece podemos intentarlo».
Y allí me visteis encerrada, entre lecturas y posturas de yoga, y así fue como me integrasteis en el grupo
Y así fue como me integraron en su grupo. Todas y cada una de las personas que me fui cruzando en el pasillo, en las salas comunes, se presentaron y me preguntaron mi nombre. «Yo soy…». Y es ahí donde empezó este camino, en el preciso instante en que tú entraste y me dijiste: «¡Hola! ¿Cómo te llamas?».
Las comidas, los paseos, las charlas, el yoga, el tiempo… Todo empezó a discurrir en compañía. Y de esa mano llegó la consciencia.
Cada mañana, tras la reunión del equipo médico, la sala común se convertía en un aula de yoga improvisada donde, durante un buen rato, conseguíamos centrarnos en nuestra respiración, elongar nuestra espalda y nuestros atrofiados músculos, transportarnos a playas desiertas y agradecer al día poder seguir conectadas a la vida. Al finalizar las sesiones de yoga, siempre les preguntaba cómo se habían sentido, y cada una íbamos contando nuestra experiencia. Fue inmensamente reconfortante escuchar que, por momentos, aunque fuesen fugaces, llegaron a notar el calor en su piel y el agua salada mojando sus tobillos.
El largo pasillo fue testigo de charlas, de confesiones y de mucha incertidumbre. Quien no haya vivido jamás una experiencia así ha de saber que allí el minutero parece detenerse y la desidia te acompaña insomne de la mano, sabiéndose tu enemiga.
Me acogisteis sin peros y con cariño. Y por momentos logré sentirme alguien especial y útil.
Agradezco a todas las personas que compartisteis días y vida conmigo la confianza que depositasteis en mí al contarme vuestras duras historias de vida. Agradezco como escuchasteis atentamente la mía. Agradezco vuestros abrazos, vuestras muestras de cariño y todo lo que me habéis aportado.
Hacía meses que nadie conseguía hacerme reír a carcajadas. Habéis cargado en «mi mochila de vida» cosas maravillosas, que me servirán para la vida y para mi trabajo.
Hemos caminado por la cuerda floja que separa la vida de la muerte, hemos deseado no estar, no molestar. Nos hemos sentido excluidas en una sociedad tan fugaz que ni siquiera repara en la salud mental, y en la que anestesiarse siempre es la mejor opción.
Quiero deciros que sois personas únicas. Que tenéis capacidades y habilidades increíbles. Que sólo tenéis que confiar, buscar un porqué, un motivo, quereros, parar y escucharos. Aquí afuera se necesitan personas tan válidas y valientes como vosotras
Para mí habéis sido luz y estoy segura de que lo seréis para muchas otras personas. Personas que nos quieren y que desean compartir este camino, llamado vida, con todas nosotras.
Que sepáis me he tomado ese café de verdad, acompañado de un croissant de «Camilo de Blas». Y les he dicho que vayan preparando una buena bandeja porque, a cuentagotas, muchas personas maravillosas irán pasando a disfrutar un manjar tan preciado que solo quien durante semanas permanece ingresado en la 5ª C puede llegar a comprender.
Os estaré eternamente agradecida. Quiero que sepáis que he comenzado a regar y a cuidar la semilla de mi vida, para poco a poco florecer. Deseo de corazón que también podéis comenzar a regar la vuestra y os aferréis bien fuerte a la vida, por hostil que parezca. Porque este mundo necesita personas tan maravillosas como quienes habitan la 5ª C.
«Memento vivere!».