El espectáculo lamentable al que nos somete últimamente la coyuntura nacional e internacional resta el foco a lo importante. El Planeta se calienta de verdad y no por el bochorno que nos provocan las sesiones parlamentarias o las imágenes de matanzas indiscriminadas en las guerras absurdas que están en marcha. Lo primero nos aparta de la política, lo segundo nos niega como seres racionales. Vivimos en un siglo de gran complejidad. A ojos de la Historia, todos los siglos han sido difíciles. Guerras, hambrunas, desastres naturales. Pero este siglo ha añadido más presión a la caldera. Más población, recursos naturales que se agotan, sistemas políticos que se alejan de las necesidades sociales pero que se perpetúan por intereses partidistas, exaltaciones nacionalistas poco acordes con un mundo global, un capitalismo que no gusta en sus manifestaciones más liberales pero que cada vez tiene más pujanza, más riqueza para unos pocos y mucha más pobreza para muchos más, conflictos bélicos enquistados que no cesan y otros nuevos que se declaran, procesos infecciosos que originan pandemias mortíferas. Todo esto en apenas veinticinco años del siglo XXI. Y a ello se ha unido un proceso de calentamiento climático que tiene un nuevo agente causal: el ser humano y sus emisiones de gases contaminantes a la atmósfera que originan un cambio en el balance energético de nuestro planeta. Un siglo difícil con un telón de fondo complicado, incierto, nada favorable.
Que cambie el clima de la Tierra no es algo nuevo. La Tierra ha asistido a cambios climáticos mucho peores que el actual. Pero con una diferencia fundamental. Esos cambios estaban provocados por causas naturales (astronómicas, geofísicas, geológicas, geográficas). El que vivimos ahora ha incorporado un nuevo elemento que no debería haber entrado en juego. La quema de combustibles fósiles genera unos gases que emitimos a la atmósfera y que han alterado el sistema energético que mueve el clima terrestre.
De por sí tendríamos que estar viviendo una fase cálida en nuestro clima a escala planetaria. Desde mediados del siglo XIX íbamos saliendo progresivamente de una fase fría de nuestro clima -la «Pequeña Edad del Hielo»- que había originado muchos desajustes en la vida de las sociedades durante la Edad Moderna. De modo natural, por tanto, nuestro clima actual ya debía ser algo más cálido que el de siglos atrás. Pero el uso del carbón y luego del petróleo y el gas natural para el desarrollo de la industria y de los sistemas de transporte ha ido incorporando una porción de CO2 de origen humano que ha incentivado la modificación del complejo sistema de energía que mueve nuestra atmósfera. El resultado ha sido el desarrollo de un proceso de calentamiento más acelerado que el que podríamos estar viviendo por causas exclusivamente naturales.
Esto cuesta hacerlo entender al negacionismo, que en su cara más amable reconoce que algo está pasando en el clima actual pero niega que tenga que ver con la acción humana. Pero los datos hablan. Y no solo los de temperatura o precipitación. Fundamentalmente hablan los valores de radiación existente en la capa atmosférica terrestre. Y nos dicen desde hace alguna década que el sistema está desajustado, desequilibrado. Y este hecho explica lo que estamos viviendo. Lamentablemente el ser humano ha conseguido modificar el funcionamiento natural del clima terrestre.
Estas semanas se están publicando los datos de presencia de CO2 en la atmósfera terrestre y como de costumbre en las últimas décadas, volvemos a batir un récord: 425 partes por millón en volumen. Las emisiones no cesan. Al contrario, se incrementan. Consumimos ahora más combustibles fósiles que hace veinte años, a pesar de las restricciones y objetivos fijados en los acuerdos internacionales (Kioto, París). No están sirviendo para lo que se gestaron: no se reducen las emisiones.
Por el lado de la disminución de las emisiones de origen humano no podemos esperar grandes avances, más bien todo lo contrario en los próximos años. No tenemos organismos internacionales con capacidad de sanción efectiva ante el incumplimiento de los tratados firmados. Por ello, es necesario activar a toda prisa las medidas de adaptación para lo que nos viene.
En España, ya registramos alteraciones en tres aspectos: a) nuestro clima es ya menos confortable que hace unas décadas, con mucho calor en verano y con noches tropicales insoportables; b) las lluvias se producen de forma más irregular. Menos días de precipitación al año, salpicados de chaparrones más intensos; c) y se registran episodios atmosféricos extremos con mayor frecuencia y que mueven más energía, lo que ocasiona pérdidas económicas más cuantiosas.
Ante esto, las actividades económicas y las ciudades tienen que comenzar a aplicar medidas que reduzcan el impacto creciente de estos cambios atmosféricos. España debe afrontar en los próximos años, gobierne quien gobierne, cuatro grandes cambios en planificaciones básicas para adaptarlas a los efectos del cambio climático. Cambios en la planificación hidrológica para hacer menos dependiente de la lluvia el suministro del agua. Cambios en las actividades económicas, en agricultura, en industria y en turismo que permitan mantener niveles de desarrollo respetando el medio ambiente. Cambios en la planificación territorial, para adaptar los usos del suelo, el propio diseño de las ciudades, a la nueva realidad climática. Y, por último, cambios en la planificación de las emergencias puesto que los peligros atmosféricos se presentan en cualquier momento del año y los protocolos de actuación de la protección civil deben tener en cuenta este hecho.
Pero el cambio climático es sobre todo un cambio cultural. Supone transitar desde un modelo de sociedad pensada para el crecimiento acelerado y constante a otro con menor crecimiento, con circularidad de recursos y procesos, con inteligencia, con solidaridad y con mayor respecto al medio natural. Esto conlleva renuncia de procesos que creíamos inmutables, aceptación de la nueva realidad, versatilidad para podernos adaptar a lo que viene y realismo en las políticas a desarrollar. Y todo esto es complicado sin educación, sin una comunicación no extremada ni catastrofista, sin el convencimiento de la necesidad de actuar por parte de toda la sociedad, sin diálogo constante y sin la valentía de la política para activar medidas efectivas.
No hay tiempo que perder. No vale el «ya si eso» de la parodia de José Mota. El tema es serio y requiere acción política guiada desde la ciencia. Sin extremismos y sin negacionismos. Planificando con tiempo y rigor lo que se debe hacer. La investigación científica está dispuesta a colaborar en lo que sea necesario, aunque se cuenta poco con ella. La dejación política en este tema es sinónimo de desprecio a la sociedad. La negación es muestra de irresponsabilidad con implicación jurídica. El cambio climático ya nos afecta. No podemos dejar las actuaciones necesarias para más adelante.