El 21 de julio de 1835, Charles Dickens escribió para The Evening Chronicle: «Londres en una mañana de verano. Falta una hora para que amanezca y la imagen que ofrecen las calles de la ciudad consigue sobrecoger incluso a quienes están más familiarizados con la escena, ese grupito de hombres que ha pasado la noche persiguiendo lamentables placeres y ese otro puñado que ha ido a la caza de negocios no menos lamentables». Cualquiera que estuviera en libertad en las primeras horas en el Londres victoriano podría haberse topado con el escritor más famoso de la época recorriendo la ciudad, superando el insomnio y la depresión, pero también recogiendo material para su periodismo de campaña. En el camino habría pasado por teatros y catedrales, tiendas y pubs, el hospital psiquiátrico de Bethlem y Marshalsea, donde su padre había estado encarcelado por deudas; sintiendo esa desolación fría, como él mismo cuenta, que vaga por las avenidas silenciosas y envuelve los edificios vacíos, cerrados a cal y canto. Con esa prosa inmediata, maravillosamente escrita, llena de ingenio y sátira, y evitando todas las trampas de las novelas de tramas excesivamente elaboradas y cualquier clase de sentimentalismo.
Charles Dickens fue reportero antes de ser escritor de ficción. Trabajó como cronista parlamentario de 1831 a 1834 para el Mirror and Parliament y escribió reportajes para el Morning and Evening Chronicles, de 1834 a 1836, antes de emprender su carrera como novelista. Siempre se dice que las descripciones detalladas de su obra de ficción muestran la formación periodística del autor. Aunque, Dickens va más allá de los detalles: incluso sus primeros reportajes prefiguran ámbitos de irrealidad. Cuando el reportero que se ciñe a los hechos admite que no puede describir algo, puede ser que Dickens, el escritor imaginativo, sienta que sólo un lenguaje descriptivo fantástico hubiera sido el adecuado. Más tarde encontraría la salida del conflicto en la ficción.
Había adoptado el seudónimo de Boz para firmar sus primeros artículos. Fue un guiño al apodo que tenía en la infancia su hermano menor, Augustus, a quien identificaba por Moisés pero pronunciaba como Boses. Boz pronto pasó a formar parte del paisaje londinense de entonces, sus sketches publicados en el «Monthly Magazine» adquirieron gran notoriedad. En el período comprendido entre las guerras napoleónicas y la coronación de la Reina Victoria, el Londres que nos describe Boz era más que el mundo cubierto de niebla, una ciudad pobre pero de apariencia digna, plagada de oficinistas, panaderos cubiertos de hollín y sacristanes constipados. Se estaba convirtiendo en la gran metrópoli del planeta, como escribió A. N. Wilson en su semblanza urbana de la capital del Támesis. Su población crecía por encima de cualquier cálculo: de los 865.000 habitantes que tenía a principios del siglo XIX aumentó a un millón y medio. Y eso que las defunciones se multiplicaban; lo que no se llevaba el hambre iba al otro barrio por culpa de la insalubridad que se respiraba en las calles: el río era, como lo describió el propio Disraeli, «una charca estigia con horrores indescriptibles e insoportables». De esa ciudad surge el elenco dickensiano: sacabultos del Támesis, ladrones de cadáveres, deshollinadores, pescaderos, pasantes de bufete ávidos por medrar o por salvarse de la humillación cotidiana, bedeles, propietarias de casas de huéspedes y de burdeles, niños harapientos que parecen ratas atemorizadas, etcétera.
En sus sketches, Boz relata esa vida, producto de patear las calles de Londres día y noche, como el febril y desquiciado maestro de «Our mutual friend» («Nuestro común amigo»), con la libreta en la mano, sin perder detalle. Scotland Yard, la prisión de Newgate, los Vauxhall Gardens, el «espléndido» anfiteatro Ashley; Wapping Workhouse, «horrible edificio de moda»; Greenwich Fair, «una fiebre de tres días que hiela la sangre los seis meses siguientes»; los gin shops de Saint Giles, Holborn y Covent Garden, «la suciedad de las grandes arterias es mayor que la de cualquier otro lugar de la ciudad». Algunos de esos escritos periodísticos figuran en «Pasiones públicas, emociones privadas», el volumen que acaba de publicar Gatopardo, con edición y traducción de Dolores Payás. Ahí están su búsqueda incansable de los rincones desiertos, los asilos de indigentes, la comedia humana del día y hasta esa desesperación hostelera en medio de un viaje en tren en «Piscolabis para viajeros». En otra de las piezas seleccionadas, «La ciudad de los ausentes», describe su amor por los cementerios abandonados, con su contagio de lenta ruina.
Desarmados y rendidos nos entregamos a la voz del gran Dickens, como decía Nabokov. Una vez más.