Lipp es una brasserie alsaciana de estilo modernista en el bulevar de Saint-Germain. Una casa de comidas en servicio continuo que, desde su fundación en 1880, ha cerrado tan sólo cuatro veces. No lo hizo durante la Ocupación, ni durante mayo del 68, mientras volaban los adoquines frente a sus ventanales. Su carta no ha cambiado desde 1930, y ese es sin duda el secreto de su éxito. Al entrar, una mujer surgida de un cuadro de Manet nos recoge el abrigo y nos levanta el ánimo. Lipp es una zona franca donde los germanopratins, los habitantes de Saint Germain des Prés, firman un armisticio a la hora del almuerzo con los turistas a los que denuestan, y que se agolpan frente a su puerta giratoria esperando el gracioso gesto del maître, Calígula del hambre ajena, antes de hacerle una foto a un plato de caracoles que luego colgarán en Instagram. Lipp es un Imperio Austrohúngaro de identidades y veleidades, un territorio en disputa en el que se ha alcanzado la paz social por el chucrut. En Lipp siempre es 11 de noviembre. Mientras tanto, medio residente, medio turista, observo esa guerra fría, entre platos de arenques “Bismarck” y salchichas “como carallo de home” que sobrevuelan amenazantes nuestras cabezas, sin decidir a qué bando unirme, por lo que termino por declararme escribano de lo que ven mis ojos.
Los restaurantes, como los hoteles, son lugares fascinantes para los que nos gusta observar. París facilita esa tarea de voyeur, una afición que vive en la naturaleza humana, pero a la que los franceses le pusieron nombre. El que nombra las cosas, las posee, dicen los estructuralistas. En esta ciudad, comer solo en un restaurante o tomarse una copa sin compañía en una terraza no acarrea condena social. El francés respeta ese recogimiento. En ese simple hábito conviven el individualismo germánico con la sociabilidad latina, sin que ninguno de esos dos púgiles de la ambivalente idiosincrasia parisina acabe por noquear a su adversario. Cualquier lugar con trasiego de gentes se presta a ver cosas que luego puedan ser escritas. Uno de esos templos laicos es Lipp, donde uno come pegadísimo a su vecino, como en la cárcel o en el colegio. No es raro hacerlo junto a algún actor conocido, un escritor maldito, una cantante venida a menos o una vieja princesa rusa que huyó en el 17 y que luego no cenará. Allí rozan sus codos, en milagroso equilibrio, gentes de variada proveniencia y menguante porvenir, turistas y artistas, locales y guiris, filósofos de melena rala a sueldo del Estado y mexicanos fresas que salen del palacio de Ralph Lauren unos portales más allá cargados de bolsas, y cuyo hijo adolescente de bofetón no deja de repetir a su padre, con vehemencia de estudiante de primero de lo que sea, que “la historia de México la escribieron los pendejos, y que por eso estamos como estamos”, antes de sorber una ostra con estruendo de oligarca. En la puerta de Lipp vi a Jack Nicholson con su sonrisa de joker encenderse un puro como si acabara de comprarse los Lakers, y en esa misma puerta desapareció hace 59 años Mehdi Ben Barka, un Navalni marroquí del que nunca más se supo, un detenido-desaparecido que hoy tiene placa y plaza en ese paraje de la literatura urbana. Hace unos años estrenaron una película sobre esa historia sin final feliz. La protagonizaba un actor franco-armenio llamado Simon Abkarian. Vi la peli un sábado, y el domingo vi a Abkarian en la mesa de al lado, comiendo solo. Fue una “mise en abyme” cinematográfica, un juego de espejos, una inquietante coincidencia. Lo vi salir por la puerta tras pagar la cuenta, y me mantuve en vilo por si dos esbirros lo metían en un Citroën DS y se lo llevaban para siempre, pues la Historia siempre se repite en forma de farsa. Encarnó también a Missak Manouchian, el héroe armenio de la Resistencia francesa, el cabeza de ese famoso cartel rojo al que cantó Leo Ferré, 23 hirsutos valientes que alcanzaron la posteridad frente a un pelotón de fusilamiento nazi. Sus restos ingresaron hace unas semanas en el Panteón, con toda la austera pompa republicana de la que este país es capaz. Abkarian fue también chico Bond y perdió carro y novia a las cartas contra Daniel Craig en “Casino Royale”. Por eso, cuando la mano viene mala o 007 te levanta a tu mujer, lo mejor es ponerse a cubierto en este búnker de la tradición y pedir una jarrita de Brouilly de la casa, que santifique los fracasos de los que venimos y aligere la incertidumbre de los que nos esperan, una vez salimos a la calle por la puerta giratoria de la Brasserie Lipp, en el 151 del bulevar Saint-Germain.