Christopher Nolan ha ganado, por fin, su primer y muy merecido Premio Oscar. La estatuilla se la había resistido hasta ahora al director de ‘Memento’, ‘Interstellar’, ‘Dunkerque’ o ‘Tenet’. ‘Oppenheimer’ es el primer ‘biopic’ que Christopher Nolan dirige, su película más larga hasta la fecha y tal vez, aunque suene contradictorio, la más frenética; sus tres horas de metraje avanzan a una velocidad que la mayoría de ‘blockbuster’s envidiarían, y eso tiene un mérito añadido si consideramos que se compone sobre todo de escenas en las que científicos y políticos hablan y hablan, casi siempre sentados. Por lo demás, encaja a la perfección en la filmografía de su director.
De hecho, tiene mucho sentido que el británico asegure llevar mucho tiempo obsesionado con Oppenheimer, porque el perfil del llamado «padre de la bomba atómica» coincide plenamente con el de un personaje prototípico de su cine: un individuo brillante, emocionalmente discapacitado y casi siempre arrogante, que se enfrenta a un dilema moral extraordinario y que, a menudo, para salvar el mundo en su conjunto se ve obligado a poner en peligro el suyo propio.
Oppenheimer, además, ha pasado a la historia como el creador de uno de esos artilugios que jamás deberían usarse de los que tantos ejemplos encontramos en el cine de Nolan: la máquina para crear clones que Nikola Tesla construye en ‘El truco final’, el sonar que Batman crea en ‘El caballero oscuro’ a partir de las señales telefónicas de todos sus conciudadanos, el dispositivo que Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) utiliza en ‘Origen’ para entrar en los sueños de sus víctimas y robarles sus secretos; casi siempre, por supuesto, esa tecnología acaba siendo usada.
Métodos peligrosos
El propio Nolan ha recurrido sistemáticamente a métodos peligrosos para cumplir sus objetivos. Por ejemplo, rodó escenas de ‘Interstellar’ en lo alto de un glaciar en descomposición, e hizo explosionar un Boeing 747 por exigencias del guion de ‘Tenet’. Y, mientras filmaba ‘Oppenheimer’, recreó la primera detonación de un arma nuclear de la historia sin apenas recurrir a imágenes generadas por ordenador. Es poco probable que lanzara una bomba real para contemplar sus efectos con la cámara pero, si se descubriera que lo hizo, no habria muchos motivos para sorprenderse.
Es un director, dicho de otro modo, capaz de lo que sea para lograr su cometido: hacer películas con la mirada puesta en la taquilla que no solo reclaman una participación activa del espectador sino que exigen varios visionados para ser asimiladas, y que contentan tanto a quienes van al cine en busca de entretenimiento visceral como quienes también andan buscando estímulos intelectuales. A los primeros les proporcionan imágenes de ciudades que se pliegan sobre sí mismas y frenéticas batallas aéreas; para los otros, además, convierten el cine de superhéroes en un paseo por el territorio que separa la anarquía del fascismo y utilizan el léxico de las películas de atracos para reflexionar sobre el libre albedrío.
En otras palabras: mientras cuenta historias sobre tipos obsesivos y dispuestos a cumplir misiones aparentemente imposibles -salvar Gotham, encontrar un nuevo hogar para la humanidad, evitar la Tercera Guerra Mundial, desarrollar la tecnología necesaria para construir el arma más destructiva imaginable-, Nolan nos confirma una y otra vez que él mismo es uno de ellos.