Ya lo cantaba el recién fallecido Jorge Martínez con Los Ilegales: “Nuevos cantantes hacen el ridículo en viejos festivales como Eurovisión”. En 2026 ningún nuevo o viejo artista español hará el ridículo en el recauchutado certamen de la canción, ya que RTVE -es decir, el Gobierno- ha decidido no acudir a su próxima edición por la participación en ella de Israel, país que el pasado año, en plena invasión de Gaza, estuvo a punto de llevarse el trofeo canoro gracias al apoyo de sus bots y de los simpatizantes de su causa.
Me quiere sonar que no es la primera vez que España intenta boicotear un festival internacional de la canción por razones políticas y no por ridículo artístico. Rebusco en la hemeroteca y lo confirmo: en 1986 -el mismo año en que defendía la entrada del país en la OTAN- el gobierno socialista de Felipe González decidió que España no participara en el festival de la OTI que iba a celebrarse en Chile como medida de protesta por una dictadura, la de Pinochet, que, como había hecho la propia España en las décadas de los 60 y 70, usó este tipo de eventos para vender una imagen irreal de paz y modernidad. España finalmente no acudió a la OTI, y aquella gala en el Teatro Municipal de Santiago se quedó sin luz durante cerca de una hora por una bomba colocada por el grupo terrorista Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Experimento de retransmisión
Los boicots políticos como el que este año van a protagonizar España (una de las “big five” de Eurovisión en términos de contribuciones financieras), Irlanda (que ha ganado el concurso más veces que cualquier otro país excepto Suecia), los Países Bajos (miembro fundador en 1956), Eslovenia (símbolo de la ampliación hacia el este de la UE) y, desde este miércoles, también Islandia, no son en absoluto una novedad para el mayor evento de música en directo del mundo, por mucho que sus organizadores insistan en el carácter supuestamente apolítico de la competición. En todo caso, no está de más recordar que Eurovisión nunca fue concebido como un vehículo vertical para construir una cultura europea común, sino como un experimento bastante mundano de retransmisión transfronteriza que ha ido adquiriendo significado político casi por accidente.
Marruecos y Libia -dos países que, como Israel, son miembros de pleno derecho de la Unión Europea de Radiodifusión, que organiza el espectáculo- también se negaron en los 70 y 80 a participar por la presencia en el concurso del país sionista. Grecia y Turquía boicotearon el evento, en 1975, 1976 y 1977 respectivamente, debido a la invasión de Chipre por parte de Turquía. Armenia se negó a participar cuando el evento de 2012 se celebró en Bakú, Azerbaiyán. Y cabe recordar que en 2022 Rusia fue excluida de Eurovisión tras su invasión a gran escala de Ucrania. Ese mismo año, Ucrania se coronó ganadora del concurso, en lo que se consideró ampliamente una muestra de apoyo simbólico al país.
Boicot a Franco y Salazar
Irónicamente, España fue el objetivo del primer llamamiento al boicot en la historia del concurso. En la novena edición de Eurovisión, en Copenhague en 1964, un joven activista danés de izquierda irrumpió en el escenario con una pancarta que decía “Boicot a Franco y Salazar”, para protestar por que se permitiera competir a España y Portugal pese a estar gobernadas por dictaduras militares. No sirvió de nada. Franco siguió en el poder y España ganó Eurovisión en 1968 con el “La, la, la” de Massiel, canción compuesta por el Dúo Dinámico que, a su manera, fue boicoteada por su intérprete original, Joan Manuel Serrat, a quien el régimen de Franco negó la posibilidad de cantarla en catalán.
Gracias a la victoria de Massiel en 1968, España pudo acoger el concurso de 1969, que también fue boicoteado en protesta contra el régimen de Franco por Austria, nación que -aquí otra ironía histórica- será la anfitriona en 2026 y es uno de los países ahora más escandalizados por el boicot de los cinco disidentes.
“España entró en Eurovisión más o menos al mismo tiempo que se le impedía entrar en la Comunidad Económica Europea: se trataba de poner fin a su aislamiento y entrar en un club de élite”, señalaba recientemente en un artículo en The Guardian Duncan Wheeler, catedrático de estudios hispánicos de la Universidad de Leeds. “Su propia historia en Eurovisión -añadía- le ha hecho muy consciente de cómo la cultura pop puede funcionar como poder blando”.
El poder blando del pop
¿Pero ha funcionado alguna vez el pop como poder, aunque sea blando? Tal vez sea mucho decir y tengamos que conformarnos con pensar que el pop es, como mucho, el soldado que va tocando el tambor camino de la batalla. Pero desde los himnos pacifistas que acompañaron el desgaste moral de Vietnam hasta la épica humanitaria del “We Are the World, We Are the Children” (“Si así está el gremio, nosotros vamos por libre”, apuntaban Reincidentes), la música siempre ha tenido cierta vocación de lubricante político que no decide, pero sí puede inclinar hacia un lado u otro a las opiniones públicas.
Corea del Sur lo entiende ahora mejor que nadie y ha convertido el K-pop en un servicio de diplomacia premium que exporta perfección y orgullo nacional a golpe de coreografía milimetrada. No es, ni mucho menos, algo nuevo. Durante mucho tiempo circuló el rumor de que los Scorpions habían escrito “Wind of Change” por orden de la CIA para que ese canto jevirolo de libertad traspasase el Telón de Acero y allanase el terreno a una nueva era capitalista en el Este de Europa. Sobra decir que la inteligencia norteamericana no tuvo nada que ver con aquella canción, como tampoco inspiró aquel soldado de Alemania Oriental ejecutado tras intentar pasarse al otro lado la composición del “Libre” de Nino Bravo, por mucho que sigan insistiendo en ello adalides del anticomunismo como Javier Milei. Puede que el pop no derribe muros ni pare guerras ni derroque dictadores, pero cada cierto tiempo sale a demostrar que su aparente ligereza sigue siendo un arma política cargada de futuro.
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