El pasado martes, la cuenta oficial del Ministerio de Defensa alemán incidía en la necesidad de que Europa aumentara su gasto militar y se preparara para defender su territorio.
Como argumento, se mencionaba una información de la inteligencia militar según la cual Rusia estaría planificando un ataque contra la OTAN para 2029 como tarde.
Esta información es consistente con la que han ido publicando otros países, aunque choca con el repetitivo discurso de Vladimir Putin de que jamás atacaría a la OTAN porque “sería una locura”.
Y todo apunta a que lo sería, efectivamente. Para empezar, no está claro siquiera que, para 2029, Rusia haya terminado la guerra en Ucrania. O que, tras haberla terminado con algún tipo de tregua-trampa, no la haya vuelto a empezar.
No hay nada en el horizonte cercano que permita pensar que “la cuestión ucraniana”, como afirman los nacionalistas del Kremlin, vaya a estar resuelta, salvo que esa resolución venga desde dentro en forma de líder carismático prorruso al estilo Yanukovich. Algo extremadamente poco probable.
¿Por qué querría entonces Rusia meterse en un segundo frente si no es capaz de controlar el primero? Hay varios motivos: por supuesto, el principal es el orgullo. Si no puedes reconocer una derrota, dobla la apuesta.
Putin no tiene problemas para mandar a otros tantos cientos de miles de sus hombres a morir en cualquier otro lugar si eso sirve para sacar músculo delante de la Historia. A sus 73 años, si realmente
quiere ver algún tipo de renacer del imperio ruso, no tiene demasiado tiempo que perder.
También habría que definir a qué se refieren los países occidentales cuando hablan de “un ataque contra la OTAN”. ¿Sería un ataque múltiple a varios estados? ¿Hablamos de guerra convencional o de guerra híbrida? ¿Sería un conflicto a gran escala o una provocación que luego pudiera derivar en escaramuzas de mayor o menor calado? ¿Estaríamos, en definitiva, ante una suerte de III Guerra Mundial o ante una guerra fría de alta intensidad en la que la amenaza nuclear vuelva a colgar sobre nuestras cabezas cual Espada de Damocles?
Ataque a los Países Bálticos
Rusia sabe que no puede atacar a la OTAN como alianza. Dicho esto, muchos en el Kremlin -y no solo- intuyen que esa alianza se rompería en cuanto hubiera que aplicar el Artículo V de defensa mutua.
En otras palabras, que ni España, ni Portugal, ni Grecia, ni siquiera las grandes potencias militares del continente o Estados Unidos, estarían dispuestos a tomarse en serio ese artículo e iniciar una guerra mundial por defender cada milímetro de la soberanía de Estonia.
Los primeros que lo saben son los propios estonios, los lituanos y los letones. Como países bálticos y no eslavos, su tradición histórica ha estado más ligada a Escandinavia que a la propia Rusia.
Su inclusión en la Unión Soviética tras el triunfo de Stalin en la II Guerra Mundial fue una cuestión más geográfica que otra cosa. De hecho, su independencia se produjo sin demasiados escándalos: a Moscú tampoco le importaban demasiado.
Un nacionalista ruso, por lo tanto, no reivindicará jamás Estonia, Letonia o Lituania como sí reivindica Ucrania o Bielorrusia… pero está claro que son el eslabón más débil a la hora de comprobar la unidad real de la Alianza. Rusia puede probar a atacar cualquiera de los tres países directamente o utilizar a Bielorrusia como actor forzado.
Pese a la poderosa inversión en defensa y el despliegue de fuerzas internacionales de la OTAN en la frontera, lo más probable es que el ejército ruso llegara a Tallín, Vilna o Riga en pocas horas. Y, luego, que los saquen de ahí.
Kaliningrado y Suwalki
La continuidad geográfica del territorio OTAN en Europa depende exclusivamente de los sesenta y cinco kilómetros que separan Kaliningrado (la antigua Königsberg, una de las cunas de la Ilustración en Prusia) de la frontera entre Bielorrusia y Polonia. Se trata de un estrechísimo pasaje que une Polonia con Lituania y, a su vez, con los Países Bálticos, y que podría cerrarse muy rápidamente, dificultando cualquier ayuda en uno o en otro sentido.
En otras palabras, si Rusia -o, de nuevo, Bielorrusia- decidieran intervenir en el Corredor, las fuerzas de la OTAN desplegadas al este del mismo quedarían aisladas del resto de la Alianza. La tentación, si Putin se decidiera a iniciar un ataque, sería tremenda. Con pocos recursos, se conseguiría un resultado devastador.
De hecho, han sido varias las maniobras de “guerra híbrida” que se han producido en esa frontera en los últimos años. Por ejemplo, cuando en 2021, miles de ciudadanos sirios se plantaron a sus puertas convencidos por la propaganda rusa de que conseguirían entrar en la Unión Europea sin problemas.
Ni que decir tiene que aquello fue una maniobra del régimen de Al-Asad junto al Kremlin, con la colaboración de Lukashenko, para poner a prueba la “humanidad” de los europeos.
Si se cedía ante el pulso y se dejaba entrar a aquellos inmigrantes, quedaba claro que las paredes de la OTAN eran permeables. Por eso mismo, ni Polonia ni la Unión Europea ni la Alianza Atlántica quisieron doblar el brazo y todo se solucionó con deportaciones masivas de vuelta a Siria.
Si eso sucede con tanques y con soldados, la cosa sería diferente.
Un ataque con drones
Rusia lleva tiempo jugando con fuego en su frontera occidental, con el envío de drones a Polonia y a Rumanía que, siempre “por error”, acaban cayendo en suelo de la OTAN.
En sí, esa es una agresión en toda regla y así lo han reclamado los gobiernos de dichos países, apelando al Artículo IV de la Alianza. Sin embargo, el mensaje del Secretario General, Mark Rutte, ha sido tirando a tibia.
En su opinión, el desequilibrio de fuerzas entre la OTAN y Rusia es tal que no merece la pena hacer demostraciones innecesarias. En otras palabras, que Putin está intentando buscar las cosquillas para justificar una escalada y Rutte no le quiere dar el gusto.
Parte del mensaje es razonable: en efecto, entrar en pánico porque unos drones entran en espacio aéreo de la OTAN y caen en cualquier lado sería dar un mensaje de preocupación que Rusia podría tomar como una señal de miedo. Por otro lado, la negativa a actuar también puede llevar a que el Kremlin intensifique este tipo de maniobras.
¿Y qué pasaría si la siguiente intromisión ya va en serio? Es decir, ¿y si no son diez drones, sino mil, y tienen objetivos militares concretos? Ahora mismo, serían imposibles de detener, pues las defensas antiaéreas occidentales tienen mucho que aprender en lo que se refiere a naves no tripuladas.
No se pueden movilizar cazas F35 para detener tal cantidad de drones. Sería un gasto inmenso y probablemente no haya suficientes aviones en esa frontera como para plantearse siquiera despegarlos. Es de esperar que, para 2029, y con la ayuda precisamente de Ucrania, las cosas hayan cambiado.
Una “falsa bandera”
Si en algo se ha especializado el régimen ruso es en la guerra híbrida y en los llamados “ataques de falsa bandera”, es decir, en la infiltración de grupos paramilitares para fingir un ataque sobre una población y culpar después de la misma al enemigo.
Fue, básicamente, lo que pasó en el Donbás en 2014. Uno de los lugares ideales para un ataque de ese tipo sería Transnitria, la región perteneciente a Moldavia que proclamó su independencia en 1990 y cuyos líderes dependen por completo de Moscú.
Rusia podría fingir un ataque contra los intereses de Transnitria y mandar ahí sus tropas para “defender” a sus aliados, lo que provocaría una guerra con Moldavia.
¿Cómo reaccionaría Rumanía ante esa intromisión? ¿Sería posible limitar dicho conflicto con Moldavia, donde recientemente el Kremlin intentó intervenir en las elecciones presidenciales? Sería, sin duda, una prueba de fuego similar a la que se puede vivir en el corredor de Suwalki.
Si Occidente calla, Rusia intentará ir más allá y aumentará las provocaciones. La OTAN fracasó en su intento de proteger a Ucrania, mal haría en descuidar Moldavia.
Salvando las lógicas distancias del tamaño de cada país, se trata de dos países que no forman parte de la Alianza, pero que son claves en su defensa, pues interfieren en el camino de una posible agresión rusa.
El Armagedón
En principio es la opción más disparatada, más improbable y en la que uno prefiere no pensar… pero, precisamente por eso, es la que el Kremlin y sus propagandistas ponen siempre encima de la mesa.
Terribles submarinos nucleares con torpedos indetectables, misiles hipersónicos que convertirían países enteros en llamas radiactivas antes de que las defensas antiaéreas pudieran actuar, decenas de Hiroshimas y Nagasakis a lo largo de toda Europa, “un continente muy pequeño con una densidad enorme de población”, como advirtió el propio Putin con una media sonrisa.
Aquí no hay mucho que elaborar. Hablamos del fin de nuestra civilización tal y como la conocemos y de un escenario con miles de millones de muertos en el que los supervivientes envidiarían a los fallecidos.
A ese ataque preventivo, le seguiría la respuesta automatizada de Francia, Reino Unido y, es de esperar, Estados Unidos. Una respuesta que, por su magnitud, probablemente alcanzara territorio chino y provocara millones de muertes allí también con la consiguiente represalia.
El fin de los tiempos, vaya. Rusia, por supuesto, quedaría arrasada, igual que el resto de Europa. ¿Es esa una salida apetecible para alguien que quiere construir un imperio? No lo parece. Pero sí es una solución desesperada para quien ve que ese imperio es imposible y que lo que queda corre peligro. Adolf Hitler en su búnker de Berlín.
Luis XV afirmando en Versalles que “después de él, el diluvio”. La Administración Biden temió durante años que, si arrinconaba a Putin, este se defendería como un escorpión. El propio Trump ha utilizado esa excusa para favorecer a Rusia en las negociaciones y exigir imposibles a Zelenski.
Es la opción menos deseable y, a la vez, contra la que menos se puede hacer. Aquí, no hay táctica ni estrategia. Ningún refugio podría asegurar la vida de nadie durante el tiempo suficiente, pues hablamos de décadas sin recursos naturales de los que alimentarse.
Curiosamente, en este escenario, el máximo aliado de la coherencia podría ser China: cuando uno se lanza a conquistar el mundo, le viene fatal que el mundo se acabe de un minuto al siguiente. Y ya sabemos que China es el aliado número uno de Rusia. La mano, en ocasiones, que mece la cuna.









