El azar decidió el destino y la estancia de seis meses ya dura trece años. Soledad Álvarez Suárez (Gijón, 1986), emigrante de familia emigrante, hija de un lenense y una allerana que cambiaron Gijón por Castellón, se había graduado en Ciencias Ambientales en la Universidad de Valencia y solicitó una beca Leonardo da Vinci imaginando que tendría que abrigarse en Alemania, Noruega o “algún destino del norte de Europa” de aquellos que estaban tan “de moda” en 2012, pero a ella le tocó la primavera eterna de Madeira.
Había una plaza para hacer prácticas durante medio año en un parque ecológico del Ayuntamiento de Funchal, la capital de la isla, y aceptó la oportunidad de saber más sobre el área de nidificación de la pardela pichoneta (puffinus puffinus), “un ave marina pelágica que sólo se acerca a tierra para nidificar y pone un único huevo al año”. Le gustaron el trabajo y el sitio y cuando se le acabó la beca quiso seguir probando. Encadenó aquel proyecto iniciático con otros hasta que aquellos seis meses se convirtieron, de momento, en estos trece años que lleva mirando al mar desde “la perla del Atlántico”…
Mirándolo con ojos expertos, entrenados y avezados, porque desde 2016, sin plan ni guion, la hija de un marino mercante ha terminado colaborando en su medida en el cuidado de los mares, trabajando como técnica de investigación para el Centro de Ciencias Marinas y Ambientales (MARE-Madeira), ahora en un proyecto que monitoriza los impactos de la basura marina. Se ocupan, entre otros elementos, de la vigilancia de los niveles de plásticos y microplásticos, así que la ambientóloga gijonesa tiene butaca de primera fila para calibrar las dimensiones que va adquiriendo un problema a veces invisible sobre el que falta, dirá su sentencia, “más concienciación”.
Su aportación a la labor de “monitorización” del plástico que llega a las playas le da una base para evaluar esta contaminación que las corrientes marinas llevan a todas partes y que ha recabado cada vez más pruebas científicas de sus riesgos para la salud y los ecosistemas. “Hay estudios que han comprobado que hay microplásticos en los pulmones, en las heces, incluso que se transfieren a los fetos a través de la placenta”.
Arrastran además el problema añadido de “los químicos que llevan asociados en superficie”, componentes del plástico, entre otros metales pesados, que son capaces de operar “como disruptores endocrinos, modificando la segregación de nuestras hormonas y alterando el buen funcionamiento del organismo”, advierte Álvarez. Hay mucha investigación pendiente sobre el impacto del plástico y los contaminantes emergentes en la salud y los ecosistemas marinos, pero hasta ahora “lo que sabemos a ciencia cierta es que existe mucha basura en los mares”, explica Soledad, y que el plástico “está en nuestro cuerpo y que lo respiramos, lo ingerimos…” También que “se producen millones y millones de toneladas plástico al año” y que eso “no se deshace y se queda ahí para siempre…”
En sus trabajos de campo se puede observar plástico en una extensa variedad de presentaciones, ninguna inocua: desde las bolitas de materia prima como las que generaron la “marea blanca” en Galicia y Asturias a comienzos de 2024 hasta “fragmentos de plásticos mayores que se van degradando con la acción del mar, del viento o del sol hasta hacerse diminutos” o incluso “fibras de ropa. La ropa sintética es plástico”, señala, “y cada vez que la lavamos en la lavadora suelta millones de fibras que van directamente al mar, porque son tan finas que no se recuperan en las plantas de tratamiento de aguas residuales”. Es cierto que hay investigaciones sobre bacterias que son capaces de “comerse” el plástico, pero puede que la solución, aventura la investigadora, no sea tanto esa como “no producir tanto plástico”.
Soledad Álvarez recoge residuos en una playa de Madeira. / MARE-Madeira
Mientras tanto, en la muy turística isla de Madeira, especialmente atestada de visitantes desde que se vendió como “destino seguro” tras la pandemia, Soledad Álvarez colabora en los trabajos de campo y el procesamiento de datos de los proyectos de investigación del MARE sobre la contaminación de los océanos. El centro está asociado a la Universidad de Madeira e integrado en ARDITI, una entidad público-privada que gestiona varias unidades de investigación a lo largo del país.
La ubicación tiene sentido. Ayuda que Madeira sea una isla y por su origen volcánico sea posible encontrar grandes profundidades muy cerca de la costa. “Es como un laboratorio flotante”, resume la ambientóloga asturiana. Vivir aquí, por lo demás, se ha vuelto un punto más complicado desde que el boom turístico pospandémico ha empezado a desbordar algunas zonas y a crear problemas de vivienda, pero “el clima es espectacular”, “la gastronomía muy parecida” a la española y “las distancias muy cortas».
«Todo está cerca” en esta isla de aproximadamente 250.000 residentes, señala Álvarez, y el aeropuerto de Funchal –ahora “Cristiano Ronaldo”–, que llegó a ser catalogado como uno de los más peligrosos del mundo, no da tanto miedo desde que su pista construida en un terreno ganado al mar se amplió de ochocientos a más de 2.000 metros. “Tenemos, eso sí, un problema cuando hay vientos cruzados, algo que es relativamente habitual aquí y que impide que despeguen o aterricen aviones”.
El aeropuerto es importante cuando se vive en una isla y se tiene a la familia lejos. Soledad apenas tiene recuerdos de su vida en Asturias, porque sus padres se mudaron a Castellón cuando ella tenía sólo tres años, pero el rabillo del ojo no se le va del Principado. Repite que “tengo a Asturias muy presente”, en Castellón aprendió a tocar la gaita en el Centro Asturiano, del que su padre es directivo, y ya ha traído a Eduardo, su hijo de sólo ocho meses que “ya es asturiano”.














