Desde donde escribo este artículo puedo ver a escasos metros una esplendorosa higuera. Para mí se ha convertido en la compañera fiel que me va dando cuenta del tiempo en el que vivo. Hasta últimos de octubre, la he visto llena de hojas de un verde intenso, maravilloso. Hoy las veo con ese amarillo tan singular, propio del otoño. Los días de sol, sus hojas brillan y me siento radiante; los días nublados, como el de hoy, ese color se apaga y me produce un sentimiento melancólico. Conforme va avanzando el otoño, observo cómo sus hojas van cayendo. Así, en pocas semanas, esta higuera que estuvo vestida durante la primavera y el verano, se habrá desnudado del todo. Entonces solo veré ramas de madera que se han entumecido en una muerte temporal y, luego, conforme se acerca la primavera, emergen de nuevo esos brotes tiernos que vuelven a iniciar el ciclo de la vida.
En la naturaleza, el otoño no se vive como un final trágico, sino como una fase necesaria del ciclo vital. Las hojas caen para permitir que el árbol renueve su energía. Así, la muerte se presenta como transformación, no como extinción. Me encanta comprobar cómo el otoño, antes de la muerte, se viste de colores ocres, rojizos y dorados; los campos, los montes, las praderas nos permiten gozar de una hermosura y belleza inenarrable. Parece como si antes de morir, la vida vegetal, quisiera amarnos por última vez. La naturaleza no nos habla con palabras, sino con hechos. Nos dice y se dice a sí misma: que la belleza nos salve.
La caída de las hojas como metáfora de la muerte nos sumerge en estados emocionales que nos afectan sustancialmente. En nuestra sociedad occidental actual no nos preparan para la muerte, esta suele ser un tabú muy extendido. En cambio, para la naturaleza, la muerte de muchos vegetales se hace visible sin pudor. El otoño es la fiesta previa a ese estado de dormición, es un cántico a la belleza, que se viste de gala para celebrar con amor su última mirada. Desde la filosofía se dice que nacemos para la muerte. Y desde la religión (la cristiana) morimos para la Vida. Tanto si se tiene fe en la inmortalidad, como si no, lo indudable es que morimos. Epicuro sugería no estar obsesionados con la muerte y proponía enfocarse hacia la vida. Los estoicos consideraban que aceptar la muerte reduce la ansiedad y aumenta la libertad interior. Heidegger afirmaba que somos seres para la muerte; por ello concluía que la muerte da sentido a la vida. Los filósofos existencialistas, Sartre y Camus, dicen que la muerte, lejos de ser algo negativo, nos otorga la libertad de crear nuestro propio significado. Hacemos valer la vida para aprovecharla. Para el cristianismo, la muerte es el paso a otra vida, aquella en la que somos acogidos por Dios para la eternidad.
Este artículo se publica cuando ya se termina el mes de noviembre, unas fechas que, en nuestra cultura, está arraigada la costumbre de visitar a nuestros seres queridos en los cementerios. En estos se puede ver cómo el amor hacia los difuntos se transforma en belleza, de ahí que haya camposantos en los que se pueden contemplar verdaderas obras de arte. El significado antropológico de enterrar a los muertos y recordarlos se hizo realidad desde que el homo sapiens toma conciencia de la muerte. Desde entonces los seres humanos sienten angustia existencial, se preguntan por su sentido, elaboran explicaciones cosmológicas, míticas, religiosas, y sacralizan los lugares funerarios.
La muerte es una realidad con la que debemos convivir. De nada sirve ocultarla. Saber que nos vamos a morir es la mejor manera de potenciar nuestra vida terrena. Por eso, es importante no estrujar nuestros corazones por el terror a la muerte. Al contrario, sabiendo de ella, nuestro gran aliado es la Vida. Para quienes ya estamos en el otoño de nuestra vida, sugiero que nos vistamos de fiesta, como un símbolo que nos ayuda a entender la muerte desde la vida, amarla y hacerla fructífera. Hagamos de nuestra vida una obra de arte. Así, cuando llegue nuestro momento, estaremos satisfechos por haber tenido el valor de vivir la propia vida, haber expresado nuestros sentimientos y afectos a los demás, haber disfrutado de la familia y de los amigos, en definitiva, hagamos comprensible la muerte para descubrir con más hondura la plenitud de la vida, sabiendo que lo más importante es ser felices amando y dejándonos amar.
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