Juan del Val ha aportado al Planeta el necesario desprestigio que todo premio literario necesita. También los ingresos que toda editorial precisa para publicar los libritos de letraheridos, poetones de provincias, ensayistas eximios, confundidos exconcejales de Cultura y gente con vocación, a la fuerza, minoritaria.
Su novela ha revitalizado la crítica. No se ha visto en mucho tiempo un ansia semejante por prescribirnos aquello que es malo malísimo. Nunca se han escrito tantas invectivas a propósito de una prosa, que ha sido tildada de pufo, sin sustancia, nadería o redacción escolar. Nunca ha sido tan entretenido y placentero leer críticas. El lector de este género ha buscado con ímpetu todo lo que tuviera que ver con la novela de Juan del Val. Al fin la prensa traía alicientes, al fin algo se lee con tanto regocijo, nada regocija más que leer como ponen verde a los demás. El guantazo a Juan del Val tendría que ser institucionalizado, habría de quedar como rito, costumbre, anual. Igual que cada año leemos la hostia de Carlos Boyero a Almodóvar, la columna antitaurina de Vicent o el artículo en pro de autonomía para León de Julio Llamazares.
Las presentaciones llenas. Hay ganas de tocar a Juan del Val. También de leerlo, suponemos. Su verbo, florido, a veces cuñadil, desparpajado, de tertuliano de segunda generación, electriza y conecta. Comunica bien. Qué más quisieran hacerlo -comunicar- como lo hace él algunos políticos o periodistas. Vendedores, incluso.
Del Val se adorna con un puntito de enterao, otro de pícaro y otro de vecino enrollao del quinto que ya te ha prestado el martillo dos veces. Es un hombre que nos hace perder la d intervocálica. Da los buenos días jovial, siempre parece recién duchado y uno no sabe cómo le quedan tan bien los jerseis. El peluco que no falte. Lo mueve con soltura, lo acaricia, lo sube y baja en su muñeca mientras habla en la tele. Como quien maneja el tiempo. Es sin duda su momento.
Su biografía, por él narrada muchas veces, incide en ese carácter de simpático granuja: hacerse pasar por periodista, brujulear en el mundo de la crítica taurina, entrevistar a Nuria Roca y prolongar la entrevista por ver si hacía amistad con ella. Dejó los estudios a los 17 años y trabajó un tiempo de albañil. No escribe ladrillos. Sí prosa ligerísima. Es un ejemplo de vocación. No literaria, de notoriedad.
Del Val tiene suerte y en él se miran muchos españoles que no miran a Broncano y sí a Pablo Motos. Se exhibe orgulloso y sin complejo de impostor, ni síndrome, en los burladeros de las plazas de España acompañado por políticos, presidentes de Comunidad, concejales o empresarios. Practica ese apoliticismo del que no es de izquierdas. Parece que un tiempo votó a Felipe y hasta que militó por escaso tiempo en algunas juventudes rogelias. Luce un morenito de esos que te granjean que te llamen morenazo. Por sus redes sabemos que no es de esos escritores para los que escribir es sufrir. Ni siquiera llorar. Escribir es un portátil cuqui cerca de una playa o en una casa con buen vino por la que entra toda la mar y no olor al puchero del vecindario, ni olor a hambre ni angustia existencial por no encontrar el adjetivo preciso. Admite gerundios.
La novela, Vera una historia de amor, ha generado polémica ya desde el título: ¿no falta una coma? La propia editorial la pone en sus notas de prensa: Vera, una historia de amor. En la portada del libro va sin coma. Se ve que a los diseñadores le estorbó tal elemento tipográfico y, hombre, quién se va a fijar en una coma de más o de menos. El único que echa de menos una coma es el punto del punto y coma, si acaso, que se queda viudo el pobre.
Juan del Val, 55 años, está de gira planetaria. No es nuevo en la novelística y ya ganó el Primavera, otro premiazo. Uno daría casi todo lo que tiene, que no es mucho, por ver a ese pedazo de poeta erudito que es Pere Gimferrer leyendo a Juan del Val, elogiarlo y proponerlo, es parte del jurado, para el premio. Qué cosas. De veras.














