El arte que se esfuma, como las joyas del Louvre, acata en cierto modo un destino. Hay algo en su naturaleza que persigue la fuga. Y no solo porque alguien se lo lleve. Consecuencia de guerras, expolios, restituciones, movimientos patrimoniales, intercambios, crisis de familia, subastas, transacciones, las obras desaparecen a menudo sin dejar rastro, bordean la muerte y tiempo después regresan. La historia de muchas de ellas pasa porque, en un momento dado, se oculten, cambien de manos, reaparezcan, se esfumen. A su manera, el arte nace, muere, resucita. Tiene su propio ciclo de la vida. Hombres y mujeres de distintas generaciones, señalaba hace unos años el profesor Federico García Serrano en ‘Arte viajero’, «usan las obras de arte, las poseen, las compran o las venden, las coleccionan, las exhiben o las esconden, las destruyen o las restauran».
Una las historias más bellas del arte de la desaparición y la reaparición artística es la de ‘El matrimonio Arnolfini’. La pintura jugó a nacer y morir varias veces, desde que en 1434, en Brujas, Jan Van Eyck realizó el doble retrato por encargo del matrimonio. Lo siguiente que se supo de la obra fue que en 1516 estaba en manos de Diego de Guevara, cortesano de los Habsburgo y coleccionista, que pudo tener relación con los Arnolfini. Ese mismo año, Guevara le regaló a Margarita de Austria la pintura, que en 1530 heredó su sobrina, María de Habsburgo, que en 1556 se trasladó a España con parte de sus bienes, entre ellos la obra de Van Eyck. Murió en 1558 y el retrato se integró en la colección de Felipe II, en el Real Alcázar de Madrid.
En 1700 apareció en el inventario real a la muerte de Carlos II, todavía con sus postigos. El documento lo situaba en el guardajoyas del Alcázar. En 1734 se salvó del incendio que asoló el edificio, pues la obra aparecería citada en 1744 en la testamentaría de Felipe V. En 1794, con Carlos III en el trono, el retrato permanecía en la colección de la familia real española, para entonces ya en el nuevo palacio de la plaza de Oriente. En 1813 integraría el botín con el que huyeron los franceses derrotados en la batalla de Vitoria. Por alguna razón, el cuadro no se incluyó en el lote que Wellington trasladó a Inglaterra, sino que quedó en manos de algunos de sus generales. Pero en 1816 la pintura apareció en Londres. El coronel James Hay se la regaló al rey Jorge IV por mediación de Thomas Lawrence. Colgada durante dos años en Carlton House, la obra volvió a manos de Hay. En 1841, tras pagar 730 libras esterlinas en el mercado del arte, se la quedó la National Gallery.
En el caso de la pintura, todo cambió a partir del siglo XV, con los artistas venecianos, que comenzaron a usar el lienzo. Mientras el arte permaneció siempre a la vista, porque decoraba muros, retablos, capillas, y, en resumen, era demasiado grande, nunca hubo problemas de desaparición. No podía sustraerse. Todo cambió cuando el arte se hizo portátil y pudo viajar. Y no digamos si cabe en un bolso, como las joyas napoleónicas.
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