El historiador Tomeu Canyelles (Pòrtol, 1984) acaba de publicar Cavalcar l’abisme. La cultura de la droga a les Illes Balears, donde explica la evolución de las sustancias estupefacientes en las islas: «Vivimos con una red de ocio tan poderosa que es lógico que exista una cultura recreativa».
El libro surge a raíz de un caso concreto.
Es la historia de Chocolate, un chico de 13 años que murió en 1978 y que, de alguna forma, fue la primera víctima oficial de la heroína en Balears. Es la primera persona a la que podemos poner nombre, apellidos, una vida, un entorno, unos escenarios. Estamos hablando de una persona que fue víctima de la droga, pero también de un momento histórico y, sobre todo, de unos usos culturales de la droga. En el libro intento reflejar esa diferencia entre la sensibilidad hacia la sustancia y la sensibilidad cultural que la rodea. Pensé que somos una sociedad que, por nuestra posición estratégica, por la economía que nos sostiene, por nuestros paisajes y por nuestra morfología —de calas, pequeños puertos y grandes puertos comerciales—, y por estar perfectamente conectados con el exterior, no solo hemos estado ligados al contrabando, sino también al narcotráfico, una tradición más reciente, pero muy real.
Al principio había una relación más natural, incluso de confianza, con las drogas. Luego se vuelve más polémica, más marginal.
Claro. No es lo mismo que una sustancia esté en manos de alguien que la usa desde un conocimiento ancestral que en las de un chaval de 17 o 18 años. Igual que no era lo mismo cuando la anfetamina se vendía en farmacias que cuando la tomaban unos jóvenes en una fiesta de fin de semana. Hay un componente fundamental: la idea de ocio y recreación, de alteración de la mente. No debemos olvidar que muchas de las plantas que forman parte de nuestra biodiversidad siempre han tenido una función básica: aliviar nuestros males, tanto físicos como espirituales. Dentro de esa espiritualidad hay una dimensión que creo que es el origen del libro: la tradición prehistórica de consumir sustancias que alteran la mente y la percepción, que permitían ver cosas que no se podían percibir con los sentidos. Esa alteración conecta con la dimensión mágica del ser humano.
Pero cambian los usos.
Con el tiempo, esa práctica pasa de ser algo sacralizado y restringido, vinculado a una sabiduría popular o incluso religiosa, a convertirse en un fenómeno moderno, con sus propias complejidades. Vivimos en un sistema económico que sobrecarga a las personas de trabajo, de preocupaciones, de incertidumbre y de angustia emocional, y las drogas juegan ahí un papel importante. Históricamente han pasado de ser una herramienta popular, una especie de primera farmacia, a convertirse en una cuestión de élites, y de ahí a una dimensión recreativa. Y ahí surge el problema.
Todo el mundo conoce a alguien que ha acabado mal, pero es un tema tabú.
Somos una generación que ha tenido acceso a mucha información sobre las drogas. Por dos vías. La primera, porque hace más de 40 años que existe un Plan Nacional sobre Drogas. Yo vengo de los años 80, y ya desde pequeños teníamos talleres y programas educativos que te marcaban y te explicaban con claridad lo que ocurría. Y la segunda, porque internet ha permitido a las generaciones más jóvenes acceder a todo tipo de información y experiencias: los efectos, los daños colaterales, los testimonios de supervivientes… Aunque tener la información no significa hacer un uso racional de ella.
Los últimos datos dicen que los jóvenes se drogan y beben menos.
Existen ciertos usos que están muy integrados en el ocio, y en unas islas con una red tan potente como la nuestra eso es inevitable. No lo digo en tono de crítica, sino de análisis. Es verdad que mi generación no tuvo que ver de cerca los daños más duros de la heroína, pero ahora hay un repunte. Lo vemos cada día en la prensa: ha vuelto el consumo intravenoso, algo que parecía erradicado. Vivimos en unas islas con una red de ocio tan poderosa que resulta lógico que exista una cultura recreativa. No lo criminalizo, pero hay que entenderlo. La gente no va solo a escuchar música: hay toda una tradición detrás, que empieza cuando llegan el éxtasis y el LSD a Ibiza y Mallorca, y con ellos toda una transformación del paisaje físico y humano. También hay una sustancia que se ha ‘normalizado’ mucho: la marihuana. Hoy la consume mucha gente. Ya no solo por motivos médicos, sino recreativos o incluso culturales. La cultura urbana la ha integrado por completo.
¿Cree que cada generación desarrolla su propia relación con las drogas?
Totalmente. Cada generación encuentra sus usos, porque al final hay razones muy humanas que empujan a consumir: la presión del grupo, la moda cultural, la necesidad de ser joven y transgresor. La droga todavía representa audacia y prohibición, y toda prohibición tiene una atracción irresistible para los jóvenes. También hay personas que consumen por motivos muy personales, muchas veces traumáticos. En esos casos no se puede juzgar. En mi caso, esta investigación forma parte de un trabajo más amplio sobre la heroína. Llevo cuatro años estudiando su historia en Mallorca y he tenido que ir muy al fondo para entender por qué la gente se lanzaba a un consumo tan destructivo. Muchos sabían que era destructivo. Algunos lo hacían aún con información, otros sin ella. He conocido personas nacidas en los noventa que siguen consumiendo heroína. No se trata de falta de datos, sino de un vacío emocional.
También hay un componente generacional en todo esto. Los nacidos en los cincuenta y sesenta vivieron la llegada de la heroína sin apenas información.
Fue una generación que pasó de la dictadura a una democracia incipiente y vivió esa sensación de libertad como una descompresión. Las drogas se convirtieron en algo ‘enrollado’, en símbolo de modernidad, pero detrás había mochilas muy pesadas. No hay que perder de vista que muchas drogas, sobre todo las opiáceas, ayudan a sobrellevar el peso de la vida: los traumas, los daños emocionales, la incertidumbre, la inseguridad. Mira el caso de Estados Unidos con el fentanilo. No hablamos de placer, sino de necesidad. He pasado años entrevistando a personas que consumieron heroína en Mallorca, y muchas lo hicieron para soportar un dolor que no sabían gestionar. No es solo un problema químico: es profundamente humano.
Se suele decir que Balears es adicta al turismo.
Ya en los años veinte hay registros de consumo de cocaína y morfina en las islas, y un gobernador civil preocupado por ello. Incluso se organizó una campaña policial contra esas sustancias. Los medios de comunicación de la época ya mostraban detenciones, extorsiones, farmacias implicada, etcétera. Pero el verdadero punto de inflexión llega con el turismo de masas. En los años sesenta, con el crecimiento de los hoteles, la apertura del aeropuerto de Son Sant Joan y el auge del ocio nocturno, empieza un intercambio cultural enorme. Llegan turistas del norte de Europa, con otras costumbres, más modernas, menos religiosas, más abiertas a la experimentación. En los treinta ya habían llegado alemanes y austríacos huyendo del nazismo, con otra forma de ver la vida. Pero en los sesenta se consolida. Balears se convierte en un cruce de culturas, de comportamientos. Muchos visitantes traen consigo otra relación con las drogas, más tolerante, menos moralista. Y esa convivencia acaba transformando también a los locales.
¿La cultura del gran consumo de drogas se introduce, de alguna forma, a través del turismo?
Hay una fascinación natural hacia lo que viene de fuera. Gente moderna, cosmopolita, libre. Todo eso seduce. Y poco a poco, ciertas prácticas se van normalizando. No digo que se justifiquen, pero se integran. En estos últimos cincuenta años, el turismo ha jugado un papel fundamental en esa evolución.
Hay un cambio radical: se pasa del contrabandista balear al narcotraficante extranjero.
Fue un auténtico choque. El contrabandista tradicional traficaba con tabaco, medias, pintalabios, productos básicos. Era visto como un antihéroe en positivo, un emprendedor que ayudaba a su familia. En muchos pueblos se le veía con cierta simpatía, o al menos sin rechazo. Pero cuando aparece la droga, todo cambia. Aparecen las mafias, el dinero fácil, la violencia. Se rompe ese código de honor. Recuerdo una cita de un traginer de Llucmajor que decía: «Yo no tengo problema con cualquier mercancía, pero si sé que es droga, no la toco». Había una frontera moral muy clara. En los años setenta y ochenta, Balears estaba estratégicamente situadas entre el norte de África —gran productor de hachís— y Europa. Marsella, Barcelona, Valencia o Algeciras eran puntos clave. Las rutas de contrabando se convirtieron en rutas de narcotráfico. Y las islas, en zona de paso.
¿Cree que hoy hay un cambio de percepción general sobre las drogas?
Sí, pero la contradicción sigue. Las drogas se mueven por ciclos. Tienen momentos de auge, de explosión y de abandono. La heroína es un ejemplo claro: en los ochenta fue devastadora, y en los noventa pasó a ser sinónimo de marginalidad. Cuando deja de ser ‘guay’, desaparece del foco, pero no del todo. Ahora vuelve a haber un repunte. Y eso tiene que ver con la economía: en épocas de recesión aumentan los opiáceos; en épocas de bonanza, las drogas de estatus, como la cocaína. La cocaína, como decía Pepe Ribas, es la droga del consumismo, del hedonismo fácil. Es la expresión del capitalismo: lo rápido, lo inmediato, lo brillante. Y, curiosamente, muchas drogas no nacen desde abajo, sino desde arriba, entre las élites, y luego bajan a las clases populares.
En tu investigación menciona de la crisis del petróleo de los setenta como un punto clave.
Sí, porque fue una tormenta perfecta. Por un lado, las turbulencias económicas; por otro, un cambio político enorme: pasar de una dictadura al inicio de la democracia. Todo se movía. Una generación entera se enfrentó a repensar la libertad. Veníamos del nacionalcatolicismo, de la represión, y de repente se abría la puerta a la experimentación. La gente tenía hambre de vivir, de probar, de liberarse. Y las drogas formaron parte de esa apertura. A eso se sumó la cultura: el cine, la música, los libros. Las drogas empezaron a aparecer en todos esos espacios, y se convirtieron en un símbolo de ruptura. Esa fascinación con el lumpen, con los delincuentes de barrio como El Vaquilla o El Torete, tiene que ver con eso: una romantización de la marginalidad. Y lo mismo ocurrió años después con el éxtasis y la cultura rave: del junkie enfermo de los ochenta pasamos al joven que baila toda la noche en una discoteca. La droga cambia de significado con la sociedad.
¿Hasta qué punto el turismo actual sigue vinculado a la idea de transgresión y consumo?
Muchísimo. La pandemia lo evidenció. Recuerdo unas entrevistas a jóvenes turistas que llegaban a Mallorca en 2021, cuando todavía había restricciones. Les preguntaban qué les parecía la isla y decían: «Esto es una mierda, nos habían dicho que aquí podríamos emborracharnos y no se puede». Eso lo dice todo. Para muchos, las islas representan una especie de exotismo accesible, una promesa de libertad. Venir aquí significa salir de la rutina, del entorno familiar, de las reglas. Durante unos días pueden ser quienes no son en su vida cotidiana. Las islas ofrecen un escenario perfecto: montañas, calas hippies, playas, discotecas. Todo eso alimenta la idea de evasión. Si a esa excitación cultural le sumas la facilidad de acceso a ciertas sustancias, el resultado es un cóctel peligroso. Muchos de esos chicos llegan buscando experiencias que los abstraigan de su realidad. No siempre se trata de un deseo destructivo, sino de una necesidad de desconexión. El problema es cuando no saben administrar el consumo y las consecuencias son trágicas.
¿Cree que esa permisividad forma parte del atractivo del turismo balear?
Las islas son percibidas como un espacio de libertad, de menos control. Para muchos jóvenes extranjeros, sus países de origen son más restrictivos. Aquí sienten que pueden hacer lo que no harían en casa. No es tanto una cuestión de ley, sino de atmósfera. A eso hay que sumarle que las drogas y el alcohol son más accesibles. Hay una tolerancia social que, sin darnos cuenta, hemos interiorizado. El turismo de sol y playa no es solo ocio: también evasión. Y eso conecta directamente con la cultura del consumo.
Ha hablado mucho de drogas, pero ¿qué papel juega el alcohol en todo esto?
Fundamental. Nunca pasas de beber Coca-Cola a inyectarte heroína. Hay un proceso, una escalera de consumos y contextos. El alcohol, por su normalización, actúa muchas veces como puerta de entrada. Todos conocemos a alguien que pilló una borrachera y no quiso volver a probarlo, y otros que nunca lo han hecho. Pero cuando se cruza esa barrera, se abre la puerta a otras curiosidades. No siempre se da, pero el riesgo está ahí. La edad de inicio en el consumo de alcohol no ha cambiado mucho desde que yo era joven, ni desde la generación de mis padres. Seguimos viéndolo como algo inofensivo, casi folclórico, cuando en realidad forma parte del mismo problema.
Después de entrevistar a tantas personas que han pasado por adicciones, ¿qué le ha enseñado esa experiencia?
A escuchar sin juzgar. He hecho más de cuarenta entrevistas en estos años, y la clave está en la humanidad. No puedes hablar de un adicto como de un ‘vicioso’. Detrás hay una historia, un dolor, una enfermedad. Durante décadas se hablaba del drogadicto como un degenerado. Hoy sabemos que detrás hay factores psicológicos, sociales, emocionales. Hemos pasado del estigma al entendimiento, y eso es un cambio enorme. La prevención y la empatía son esenciales. Hay que informar, dar herramientas, confiar en la madurez de las personas. El objetivo no es decir ‘esto es malo’ o ‘esto está prohibido’, sino que la gente entienda lo que hay detrás de cada sustancia y de cada elección.
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