Atiende la llamada telefónica Silvia. A su lado está Diego Navarro. Saluda y ambos se ríen. En seguida se nota: madre e hijo tienen la complicidad de quienes se han apoyado para hacer frente a alguna que otra adversidad. Han pasado ya tres años y medio desde que en 2022 Diego tuviera su debut diabético. «Llevaba ya unos días mal. Me fui una semana con el colegio de inmersión lingüística y, al volver, mi madre me vio muy mal. Había perdido mucho peso y me llevó al ambulatorio. Me hicieron una glucemia y saqué un nivel de glucosa en sangre de unos 500 mg/dL. La médico me mandó directo al hospital Infantil de Zaragoza», comparte Diego en el Día Mundial de la Diabetes.
Diego recuerda su llegada al Infantil llena de incertidumbre. «Lo pasé bastante mal porque, en un intervalo de minutos, me encontré en una sala llena de médicos sin saber qué estaba pasando», explica. La misma sensación de «colapso» vivió su madre. «De repente me asomé y vi a siete personas encima de mi hijo sin que nadie me hubiera explicado nada. Fue un choque. Me dijeron que estaban mirando bien si tenía que entrar en la uci o no», cuenta Silvia.
Y entró. «El ingreso te cambia la vida», afirma Silvia. A su hijo le diagnosticaron diabetes tipo 1, una enfermedad autoinmune que se produce porque hay en la persona unos anticuerpos que se ‘comen’ las células que fabrican la insulina y cuya detección precoz es muy difícil, según explican desde la Asociación de Diabetes de Zaragoza. De ahí que el debut sea «traumático», indican. «Ese primer momento me dio bastante miedo«, expresa Diego.
Hasta entonces, el menor había llevado una vida corriente, aunque recuerda encontrarse peor en el mes previo al debut. Su madre cuenta que Diego se levantaba varias veces durante la noche para ir al baño, y también bebía mucha agua, pero no lo relacionó con una posible diabetes porque no tenían antecedentes en la familia. «Estaba muy cansado. Tenía unas ojeras tremendas, creo que era de levantarme cinco o seis veces por noche para beberme una cantimplora de 1,5 litros de agua e ir al baño tres veces», concreta él. Explica que se encontraba «cansado y mal».
El diagnóstico cambió la vida de Diego, y también la de Silvia. Los cuatro miembros de la familia recibieron formación por parte del Salud. «Nos dijeron que íbamos a tener que cambiar todos nuestros hábitos», cuenta Silvia. Y se pusieron manos a la obra. Cada día recibieron clases sobre cómo alimentarse, cómo pincharse insulina y cuánta inyectarse, entre otros aspectos. «Al principio no me enteraba de nada -admite Diego-. Pero luego me hice más consciente de lo que me estaba pasando y de que tenía que pincharme insulina cinco veces al día». «Perdí miedo y gané conocimiento», afirma.
Madre e hijo agradecen la labor de los profesionales sanitarios, que subraya Silvia «se desviven». «Estoy encantada. Chapó», expresa. Las nociones aprendidas en el hospital -hábitos de alimentación, de ejercicio físico, del tratamiento- son las que luego se llevaron a casa. «Al principio mi madre se obsesionó con eliminar todo el azúcar de casa, y todo se lo comían a escondidas ella y mi hermana. Se lo agradezco, porque esos momentos fueron difíciles», comparte Diego.
Y va mucho más allá, dice Silvia. «Toda la comida es procesada, y no hay casi nada natural, entonces todo lleva glucosa. Incluso las barras de pan llevan algún azúcar», remarca. La familia siempre ha seguido una alimentación saludable, y los productos con azúcar en su casa eran los menos. También lo son ahora, ya que desde que diagnosticaran a Diego han hecho adaptaciones y, por ejemplo, todos consumen pasta integral porque, indica Silvia, «el índice de glucemia es más bajo». «No vamos a tener todo paquetes distintos de macarrones», señala entre risas.
El gran cambio para Diego ha sido que, ahora, allá a dónde vaya le acompaña su báscula. «Tengo que pesar todas las comidas. Es complicado. También el deporte es importante, y Diego ha seguido jugando a fútbol para mantenerse sano. Eso sí, siempre con un control muy riguroso para saber si consume más o menos azúcar. «Hay que controlar absolutamente todo, y ser previsor si vas a cualquier sitio», subraya Silvia, que reconoce que casi le ha costado más a ella adaptarse que a su hijo. «Yo me sigo encontrando casos en los que no sé qué hacer, porque mi vida cambia, pero conforme coges rutina las cosas se hacen más fáciles», sostiene el adolescente.
Diego ya no se tiene que pinchar insulina diaria porque en mayo de este año (2025) le colocaron una bomba. «Hasta entonces era un rollo porque me tenía que despertar a las 7.00 horas, me pinchaba, desayunaba, iba al instituto, luego me volvía a pinchar para comer, luego ir al entrenamiento y pincharme también, o si merendaba, y luego otra vez para la cena», concreta. Con la bomba, se cambia el catéter una vez cada tres días, lo que señala que le hace estar «más contento y menos preocupado». «Tengo que seguir estando encima de esto, pero ya no tengo que coger la pluma y pincharme. El propio dispositivo me lo regula y me inyecta más o menos insulina», explica. También cuando se la pusieron, después de estar cerca de un año y medio en espera, recibió clases por parte del Salud.
Durante este tiempo, Diego ha conocido a otros niños diabéticos, a algunos en el hospital y a otros en los campamentos de verano que organiza la Asociación de Diabetes de Zaragoza. Y aunque ha habido quien le ha puesto alguna traba, sus amigos, familia y el entorno se preocupa por él y lo cuidan. Y él, meticuloso y en constante aprendizaje, también se cuida.
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