La madrugada del domingo no fue casualidad. O al menos, eso es lo que susurran en los pasillos del entorno barcelonista. Mientras Joan Laporta duerme convencido de su reelección para 2026, con el equipo ganador de Flick como principal arma de campaña, una maniobra silenciosa se ha puesto en marcha en la sombra.
El protagonista, inesperadamente, fue Lionel Messi. Su visita al Camp Nou no fue un simple paseo nostálgico de un hombre que extraña su casa. Fue un primer movimiento en lo que podría convertirse en una batalla electoral decisiva.
La oposición a Laporta ya tiene una fecha marcada en rojo en el calendario: el próximo 17 de noviembre. Ese día, en la Fira de Barcelona, nacerá un frente unitario de candidatos para enfrentarse al actual presidente. Víctor Font, quien ya se presentó sin éxito en 2021 contra Laporta, volverá a la carga esta vez con una estructura más sólida.
A su lado, Jaume Guardiola, expresidente de la Comisión Económica del Barça y personalidad de peso en el mundo empresarial catalán, aportará credibilidad económica. La asociación Seguiment FCB, que en 2015 se quedó a tan solo 16 firmas de convertirse en candidatura oficial, reforzará la base social.
Están también Joan Camprubí y su movimiento Som un clam, con figuras como Jordi Roche, exdirector de la Federación Catalana de Fútbol. Sin embargo, todos ellos saben una cosa: sin Messi, sus posibilidades de derrotar a Laporta son prácticamente nulas.
El abogado catalán tiene todo a su favor: Flick ha revitalizado al equipo, las arcas del club comienzan a recuperarse y acumula años de gestión ejecutiva que, aunque cuestionada, ha evitado el colapso definitivo. Pero hay un agujero en su escudo: Leo Messi.
El crack argentino aún carga con la herida abierta de 2021, cuando se vio forzado a abandonar Barcelona por imposibilidades económicas que muchos atribuyen directamente a la mala gestión de Laporta. Messi nunca ha perdonado eso.
Nunca ha olvidado que la única despedida que recibió fue a través de una conferencia de prensa confusa, sin poder decir adiós como merecía el futbolista que ganó siete Balones de Oro vistiendo de azulgrana.
Ese rencor no ha desaparecido. Solo ha estado hibernado, esperando el momento justo. Y la madrugada del 9 de noviembre fue ese momento.

Leo Messi y Rodrigo De Paul en Alicante.
AFA
El argentino aterrizó en Barcelona acompañado de Rodrigo De Paul, su compañero en el Inter Miami y la selección albiceleste. Ambos tenían que concentrarse en Alicante para un amistoso de Argentina, pero decidieron hacer una escala en la Ciudad Condal.
Lo que ocurrió después dependía de cómo se contara la historia. Según la versión oficial del Barcelona, Messi llegó al exterior del estadio pasadas las once de la noche, solicitó permiso a los guardias de Limak —la constructora turca que supervisa las obras del Camp Nou—, estos trasladaron la consulta a la directiva culé, y el club autorizó su entrada de inmediato. Toda una coreografía de normalidad institucional.
Pero existe otra versión, la que circula en los círculos cercanos al futbolista. Según esta narrativa, no hubo contacto previo con nadie del club. No existió coordinación, ni llamadas telefónicas, ni autorizaciones previas.
Messi, De Paul y Pepe Costa, el amigo íntimo del argentino y antiguo encargado de la Oficina de Atención al Jugador, caminaban cerca del estadio después de cenar. Vieron las luces del Camp Nou encendidas en la oscuridad. La nostalgia les golpeó. Se acercaron a una puerta y un guardia de seguridad, deslumbrado al reconocer al genio argentino, simplemente les dejó entrar sin hacer preguntas. Luego vino la improvisación: alguien del club se enteraría mañana, igual que el resto de mundo, a través de las redes sociales.
Esta última versión es la que resuena con más fuerza en los despachos de la oposición. No porque sea necesariamente más verdadera, sino porque es la más útil políticamente. ¿Por qué? Porque significa que Messi se »coló’ en el Camp Nou deliberadamente, sin informar al club, sin pedir permiso a Laporta.
Fue un acto de rebeldía simbólica. Un gesto que decía: «No necesito tu autorización para volver a mi casa». Y eso, en el lenguaje de la política futbolística, suena exactamente como un mensaje dirigido a los socios: Messi aún tiene poder sobre el Barcelona, poder que Laporta no puede controlar.
Luego vinieron las fotos. La de Messi frente al césped, con esa mirada melancólica de alguien que regresa a un lugar donde fue feliz. Con De Paul tomando instantáneas como fotógrafo improvisado. Con una pareja enamorada grabando un video romántico cuando aparecieron los tres de repente, creando un momento viral que ya acumula millones de reproducciones.
Cada una de esas imágenes fue un puñal de nostalgia hacia Laporta. Porque mientras el actual presidente presumirá en campaña de haber salvado al club en 2021, de haber traído estabilidad económica y de confiar en Flick, esas fotos recordarán a cada socio culé que hay un agujero emocional en el Barça. Un agujero que tiene la forma de Messi, que lleva años en Miami pero cuya alma sigue aquí.
Lejos de Laporta
El mensaje que Leo publicó horas después de la visita fue aún más contundente: «Anoche volví a un lugar que extraño con el alma. Un lugar donde fui inmensamente feliz, donde ustedes me hicieron sentir mil veces la persona más feliz del mundo. Ojalá algún día pueda volver, y no solo para despedirme como jugador, como nunca pude hacerlo…».
No era una declaración electoral. Era más sutil. Era una herida que no cierra, un rencor que permanece, una puerta abierta a la posibilidad de que quizás, solo quizás, en las próximas elecciones, Messi podría posicionarse públicamente al lado de la oposición.
La oposición a Laporta lleva semanas reuniéndose en secreto. Saben que dividirse es perder. Por eso presentarán una candidatura unitaria el 17 de noviembre, un frente transversal donde caben Víctor Font, Jaume Guardiola, Seguiment FCB y otros movimientos críticos.

Víctor Font, en un acto de Sí al Futur
Pero saben también que ganar será casi imposible si no logran la bendición de Messi. No necesitan que sea candidato. Solo necesitan que se posicione. Que diga públicamente que cree que el Barça necesita un cambio de dirección. Que Laporta no es el camino.
La visita al Camp Nou fue el primer paso. Un movimiento que Messi ejecutó sin coordinar con el club, sin consultar a Laporta, sin darle oportunidad de controlar la narrativa. Eso fue lo verdaderamente revolucionario.
Porque en política electoral, quien controla la narrativa, controla las elecciones. Y Laporta, por primera vez en esta carrera que aún ni ha comenzado oficialmente, acaba de perder el control.
Los socios del Barça tienen memoria. Recuerdan cómo Messi fue despedido. Recuerdan las promesas incumplidas sobre su regreso al Camp Nou. Y ahora ven a Laporta en campaña, presumiendo de logros, mientras que el hombre que construyó la mayoría de esos logros anda por las noches del Camp Nou con nostalgia en la mirada, sin ni siquiera necesidad de pedir permiso.
Faltan siete meses para las elecciones de 2026. La oposición ya tiene su frente unitario listo para presentar el próximo lunes. Lo único que le falta es que Messi dé el paso definitivo, que salga de su silencio y diga lo que muchos creen que piensa.
Si lo hace, Laporta tendrá que enfrentarse a su mayor amenaza: no un adversario político con experiencia de gestión, sino el fantasma de sus propios errores, encarnado en el futbolista más grande de la historia reciente del Barça. Una sombra que, a juzgar por las fotos de aquella madrugada, aún anda rondando los pasillos del Camp Nou.













