Mañana se cumplirán 23 años del fatal accidente de tráfico que se llevó por delante la vida de Armando Barbón y de varios de sus amigos. Un suceso trágico que marcó profundamente a un oviedismo sumido por aquel entonces en una batalla futbolística por la supervivencia del club, relegada a un plano irrelevante durante los días posteriores a la pérdida de nuestro jovencísimo futbolista.
Más de dos décadas después de que nos dejara Armando Barbón, me ha dado por pensar que nuestras nuevas generaciones de oviedistas quizás desconozcan quién es ese joven cuyo busto adorna una esquina del Fondo Norte del Nuevo Carlos Tartiere. No debemos esconder que cuando los jóvenes de Turón sufrieron el accidente de tráfico que les costó la vida a tres de ellos, íbamos al Tartiere unas 5.000 personas. Ahora superamos los 25.000 espectadores por partido. La mayoría de los que acuden hoy en día a las gradas de nuestro estadio no estaban presentes en 2003 y, quizás, no hayan oído hablar de Armando.
Ese relevo generacional pudiera ser el motivo que diera pie a las palabras que Blanca, orgullosa madre de Armando, nos dirigió en la fiesta de la Peña Teverga. Mirando a la cara de todos los presentes, con su eterna sonrisa triste, solicitó que, ahora que hemos llegado a lo más alto, no nos olvidásemos de quienes estuvieron allí cuando prácticamente nadie más estaba. Que recordáramos a aquel increíble grupo de futbolistas que permanecieron fieles al Real Oviedo y desoyeron los cantos de sirena venidos de representantes y de otros clubes, que se querían llevar a las joyas de la corona de El Requexón, aprovechando nuestro momento de mayor debilidad deportiva y económica. Y de entre todos ellos, Armando Barbón puede ejercer como su mayor exponente.
No solo por su temprana y dolorosa pérdida, sino porque durante el verano de 2003, su representante fue de los más insistentes en su empeño por sacarlo del Oviedo, con jugosas ofertas que muy pocos más rechazarían. Armando lo hizo. Apostó por el equipo en el que había crecido como futbolista, y Tamargo sigue ocupando un puesto destacado en la amplia lista negra del oviedismo de Tercera. «Mandín» desoyó a su representante y cumplió el sueño de su vida, vistiendo la camiseta del primer equipo del Real Oviedo.
Recuerden que algún día, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, seguirán preguntándonos por aquellos increíbles futbolistas, tal y como nos adelantó el tifo de Symmachiarii frente al Arteixo. Simplemente, leyendas.
En el 2003 yo acudía casi a diario a El Requexón. En las gélidas gradas del campo número 1 de nuestra ciudad deportiva llegué a trabar cierta amistad con los dos padres que acudían, día sí y día también, a los entrenamientos del primer equipo. Los progenitores de Yoyo y Armando no fallaban nunca. Allí presentes, orgullosos y cercanos, observando las evoluciones de sus hijos en el equipo de Antonio Rivas.
Durante esas mañanas, recuerdo perfectamente a Balta, padre de Armando, insistirle a su hijo para que atendiera a la prensa. A él no le gustaban nada los micrófonos y los rehuía para desesperación de periodistas y padre. La verdad es que era todo tan familiar que nadie se lo tomaba a mal. Más bien al contrario. Verle huir con su melena al viento cuando veía a un periodista cerca, provocaba las risas de los presentes. Una pena. Su cerrado acento de la Cuenca del Caudal hubiera encandilado a más de uno.
Ningún oviedista que peine canas olvidará la tremenda animadversión que se sentía, por aquellos días, hacia el ACF y su entorno. En absoluto simulada o impostada. Y, pese a todo, emociona recordar cómo nos tuvimos que quedar en la calle durante el funeral a Armando, codo con codo, con representantes del equipo de Gabino, como Mario del Amo, o del Sporting, como Marcelino García Toral o Eloy Olaya, entre otros. Esa pacífica convivencia momentánea fue la muestra más evidente de que el fallecimiento de los tres chicos de Turón sobrepasó, con creces, cualquier disputa futbolística.
Armando Barbón, de la mano de sus padres Blanca y Balta y su hermana Silvia, nos ha dejado un legado enorme. Un legado que jamás debiéramos perder. Esa sensación de pertenencia a una misma familia, de ir todos a una y de no dudar en defender lo nuestro, especialmente en los momentos más duros. El fallecimiento de un chaval extraordinario de 19 años destrozó una familia, pero no por ello dejaron de acudir jamás al Carlos Tartiere, de pregonar la memoria de un hijo y de una plantilla que, en el peor momento deportivo de la historia del Real Oviedo, nos hicieron sentir que éramos los reyes del planeta fútbol.
Una afición y un club unidos en una lucha por defender un escudo que, 24 años después, ha regresado a la élite del fútbol nacional, gracias a que, en su día, todos juntos formamos una inquebrantable familia que evitó la desaparición del Real Oviedo y nos devolvió un club que muchos vieron muerto. Ese es el verdadero Espíritu de 2003 que no debiéramos perder jamás.
El Espíritu Armando Barbón. El espíritu de Blanca y Balta. Gracias de corazón por tanto. Jamás olvidaremos.
Vía: La Nueva España












