Cuesta pensar en un Benidorm sin Low Festival. Pero también en un Low Festival sin Benidorm. Pocos eventos culturales alcanzan una simbiosis tan orgánica con el lugar que los acoge. Producciones Baltimore abrió la puerta a otro tipo de turismo en la ciudad de los rascacielos: un turismo joven, inquieto y cultural. Le tendió la mano a un Ayuntamiento que supo ver en aquella propuesta una oportunidad de diversificación económica y de reposicionamiento de marca. La apuesta resultó ser un acierto: el Low se convirtió en la gallina de los huevos de oro. Todos querían al Low y, por tanto, todos amaban Benidorm.
Artísticamente, Benidorm siempre ha tenido algo de kitsch, casi pop, que la hace inconfundible. Esa mezcla entre lo glamuroso y lo popular, entre lo clásico y lo excesivo, le otorga una personalidad que Producciones Baltimore supo capitalizar con inteligencia. Ya no se trataba solo de vender un festival de música, sino de ofrecer una experiencia de ocio unida a un entorno concreto. El Low transformó la percepción de la ciudad, proyectándola como una postal moderna donde convivían la estética del veraneo de los sesenta con la sofisticación de los grandes festivales europeos.
Esa alianza dio una nueva vida a Benidorm: tú me das un espacio, yo te lleno la ciudad de gente. Un trueque lícito que durante catorce años generó expectación, dinamismo y una identidad compartida. Los carteles utilizaban el skyline como llamada y la playa como descanso. Pero con este futuro truncado, la idealización se desmorona. O no todo era tan idílico como parecía, o alguien erró en la estrategia de futuro. El Low pierde parte de su encanto, y Benidorm, el festival que la reconcilió con el público joven.
Porque proyectos culturales como el Benidorm Fest no cubren todas las necesidades de una ciudad de su magnitud y los nuevos eventos que puedan llegar carecen del sello de calidad de una marca tan consolidada como el Low. Y si giramos la perspectiva, el festival tampoco encontrará con facilidad un entorno que le aporte tanto. Lo que ofrece Benidorm, desde su infraestructura hotelera hasta su atmósfera característica, no lo replica ninguna otra localidad alicantina. Allí siempre hay espacio, incluso cuando todo está lleno.
Con su cambio de ubicación, se desvanece una parte significativa de la historia cultural reciente de la provincia de Alicante. La pregunta de qué ciudad acogerá al mastodonte festivalero resulta casi anecdótica: Torrevieja, Dénia, Calp, Elche o incluso Alicante suenan como nombres secundarios frente a un actor principal que siempre construye hacia arriba. Los intereses económicos de ambas partes piden una reconciliación, pero todo indica que sus caminos se han separado para no volver a encontrarse jamás.
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