Por primera vez, el máximo responsable del Ministerio Público –llamado a defender la ley– se sienta ante el Tribunal Supremo acusado de vulnerarla. El proceso somete a examen la independencia y los límites éticos de la Fiscalía.
El caso encierra una paradoja inédita: quien debe perseguir el delito, comparece acusado de haberlo cometido. La acusación –revelación de secretos– cuestiona no solo su conducta, sino la solidez institucional del órgano que dirige. Defender la actuación de la Fiscalía no exigía vulnerar los derechos de un ciudadano.
Concluida la instrucción, iniciada en julio de 2024, la vista oral abre un escenario sin precedentes: nunca antes se había planteado si un acusado puede seguir siendo, a la vez, el jefe de la institución llamada a garantizar la legalidad.
El juicio al fiscal general es por revelar información confidencial de un particular, con el propósito evidente de dañar a un adversario político y complacer al poder del que depende.
Sin atisbo de pesimismo, el acusado compareció ante el Supremo con el apoyo total del presidente del Gobierno y una estudiada escenografía: toga de fiscal general, corbata negra y asiento en estrados –privilegio reservado a los juristas–, a la derecha de los siete magistrados que lo juzgan, como haciendo ostentación de su condición.
El proscenio se completó en el patio central de Fortuny, con el aplauso sincronizado de trabajadores de la Fiscalía y miembros de la asociación minoritaria UPF. Esa ausencia de silencio avergonzado acentuó la anomalía de su permanencia en el cargo y la dependencia de un entorno recompensado con favores.
El juicio plantea cuestiones de fondo: la solidez de los indicios delictivos, la eventual adopción de medidas cautelares y la negativa a suspender temporalmente al fiscal general. Todo ello revela un vacío normativo inquietante.
Más allá del borrado de mensajes o del perjuicio causado a un adversario político, el caso ha desvelado tensiones internas: fiscales que, en lugar de acusar, tratan de defender al fiscal general. El principio de imparcialidad se resiente cuando la defensa institucional se confunde con la protección personal.
Desde el inicio, el proceso ha revelado el activismo político en las carreras de élite: Fiscalía y Abogacía del Estado. El acusado ha escuchado testificar a subordinados leales y a fiscales críticos, en una causa con trasfondo político evidente.
En un cuerpo jerárquico, resulta difícil aceptar que un subordinado defienda a su superior en lugar de investigar un posible delito. Esa inversión de papeles ilustra la crisis interna y el deterioro de la independencia funcional.
La teniente fiscal del Supremo, ataviada de fiscal cuando actuaba como abogada particular del acusado, asumió los argumentos de la Abogacía del Estado y, en lugar de acusar, intervino en defensa de su jefe. En contraste, la fiscal superior de Madrid, testigo de cargo y voz de conciencia institucional, reprochó al fiscal general el daño causado a la pareja de la rival política: «Nuestro papel no es revelar la estrategia de defensa de nadie».
En el «momento de autos», la fiscal superior, sin morderse la lengua, le espetó al fiscal general: «Has filtrado los correos», a lo que el interpelado respondió con un auto incriminatorio: «Eso ahora no importa. Hay que sacar la nota cuánto antes».
La abogada del Estado, con espontaneidad incorrecta, se ensañó con esa testigo y llegó a decir, con ironía fuera de lugar: «Quiero felicitar a la señora fiscal porque creo que es la única funcionaria que se permite el lujo de trabajar solo por la mañana en España».
En el tribunal más alto de la justicia ordinaria ha comenzado un juicio que arrastra al banquillo a toda una institución. No solo comparece el fiscal general: es la propia Fiscalía la que queda degradada al confundir su función con la defensa política de quien la designó guardiana de la legalidad.
El asunto es grave desde que el sumario sugiere la implicación del aparato de la Presidencia del Gobierno en una presunta filtración destinada a compensar escándalos personales. Se cuestiona además la destrucción de pruebas y se discute la validez del registro –«indebido», «injustificado» e «indiscriminado– del despacho del acusado.
Con todo, resulta alentador comprobar que el Estado de derecho se impone cuando el poder judicial resiste las maniobras del Ejecutivo. Pero la batalla interna en el Ministerio Público será la secuela inevitable de este proceso.
El fiscal general está procesado por indicios que han generado sospecha. Se convertirán en prueba si el tribunal logra construir un proceso lógico y racional que, partiendo de hechos ciertos y convergentes, permita deducir la culpabilidad sin dudas razonables.
A la espera de la segunda parte del juicio, los testimonios de los fiscales críticos, la cronología de la recepción y difusión del correo, el borrado de mensajes y los sucesivos cambios de teléfono son indicios que podrían acabar formando una prueba concluyente.
El debate ya no está en los correos entre el abogado del novio y un fiscal, sino en la nota que emitió la propia Fiscalía y de la que su titular asumió públicamente toda la responsabilidad. Cuando se produjo la filtración ¿por qué no ordenó las indagaciones necesarias para saber quién la había perpetrado? En vez de hacerlo, borró sus conversaciones: la información que podía demostrar su inocencia o su culpabilidad.
Llegados al ecuador del proceso, su estrategia es buscar la absolución por falta de pruebas, las mismas que él hizo desaparecer. Los periodistas interrogados, algunos alegando dilemas morales, nunca podrán aportar al tribunal la información que quizá le salvaría: reconocer que fue otra fuente quién filtró el correo.
El régimen pretende que el tribunal destile una pócima llamada «indubio pro-reo» , a partir de dos ingredientes: la amnesia y el secreto profesional. Pero aun quedan fiscales y jueces que dignifican la profesión por encima de quienes acceden al poder con promesas de fidelidad al nombrante antes que a la justicia.
Cabe esperar que la burda tomadura de pelo al TS –«no me consta», «no recuerdo», «borré los wasaps», «cambié de teléfono»– no quede impune.
¿Por qué tardan tanto en reclamar el acta notarial del mensaje de marras para ver quién fue el remitente al traidor que, en un alarde de transparencia, declaró que el caso del novio era un «asunto nacional» en el que el Gobierno tenía «máximo interés»?
Con la declaración del fiscal general la próxima semana –es de esperar que sus defensores no aleguen que no reconocen al tribunal y que él no rehuya las acusaciones populares– se acerca la deliberación y el desenlace. Y con ellos, el momento de la justicia.














