¿Cómo explicar lo incomprensible? Rafael de Paula no sabía segundos antes del lance cómo sería su muletazo; ni siquiera la postura con la que del mismo saldría airoso. Pero de pronto todo se alineaba y en menos de un segundo afloraba toda la historia del toreo. Qué diantres: la pureza y la magia y el misterio y el lirismo eran la consecuencia de un profundo conocimiento.
Había nacido en el barrio de Santiago, en Jerez; Lola Flores, en el de San Miguel. Pero cuando le daba el pronto podía ser más excéntrico que La Faraona. Para los restos, la ‘entrevista’ que concedió, ya retirado, minutos antes de una corrida en La Maestranza, donde formó el taco tantas tardes. No dijo absolutamente nada, pero el deje en cada una de sus expresiones sigue hipnotizando.
Lo preferimos, sin embargo, delante de un toro. El gitano de Jerez hizo de lo imprevisible su gran baza. Torero artista, de la estirpe de Curro Romero y Finito de Córdoba, con quienes dijo adiós en el 2000, pero con otro duende. Lo que en el toreo llaman la verdad en Paula fue el milagro. Y los milagros, ya se sabe, ocurren inesperadamente. Bendecido en las tardes de gloria, también fue vapuleado cuando no ocurría nada.
«El torero más desvalido que ha pisado un ruedo». Así lo recuerda Felipe Benítez Reyes, con quien mantuvo una cariñosa amistad. El escritor, que le dedicó un libro extraordinario en 1987 –Rafael de Paula, reeditado por Renacimiento en 2019 con un prólogo de Carlos Marzal y dibujos de Pedro Serna–, cuenta a El Cultural que Paula «arrastraba desde muy joven una invalidez en las rodillas«, por lo que «quedaba siempre a merced del toro».
«La gente achacaba eso al miedo, pero no era miedo; era consecuencia de su propia fragilidad, su falta de defensa ante el animal», explica el autor de El azar y viceversa. Por otro lado, nos habla de la presunta heterodoxia por la que será recordado entre los taurinos. Y es que su amplio abanico de recursos, su singular manera de aceptar el desafío que le colocaba cada tarde entre la vida y la muerte, hunde sus raíces precisamente en la ortodoxia.
Apadrinado por Juan Belmonte, «defendía la pureza del toreo, los cánones clásicos», explica Benítez Reyes. Y la trasgresión de la que hizo gala durante sesenta años de alternativa estaba en realidad relacionado con su manera de ser: «un carácter muy acentuado», apunta el escritor. Y apostilla: «Daba la impresión de que era una anomalía».
Pero ¿fue Belmonte entonces su maestro? No exactamente. Le debe, diríamos, la despaciosidad en sus momentos cumbre, regados de una inspiración difícilmente equiparable. Incluso el barroquismo que destilaban determinados muletazos. Y la plasticididad de sus verónicas.
«Yo estoy en la escuela de Belmonte«, admitió en una entrevista. «En cambio, sería incapaz de seguir la de Joselito, que fue el auténtico coloso del toreo», apuntó. Sin embargo, Belmonte «no necesita, como Joselito, torear todos los toros del mundo».
Rafael de Paula se puso delante de cientos y solo será recordado por algunos. Tal vez por algún lance que, en mitad de una tarde aciaga, justificó una entrada. «Tengo miedo. Miedo a la muerte. Soy un cobarde», aseguró. Pero también se supo «el que mejor ha toreado de todos los tiempos».
No por casualidad artistas de distintas disciplinas quisieron acercarse al mito. Uno de los pocos mitos así considerados antes de la retirada. En una ocasión, El Mundo puso al torero en suerte con la dramaturga Angélica Liddell, recientemente reconocida con el Premio Nacional de Teatro. La artista, que subió a un toro al escenario en su obra Liebestod, se rindió al maestro sin condiciones. «El suyo es un arte sin miedo a lo espiritual. Lo admiro mucho», le dijo.
Paula cogió su guante para definir lo que, para él, era el toreo: «Si hablamos de toros no cabe la palabra espectáculo. El toreo es un acontecimiento. Quien dice espectáculo es un ignorante«.
¿Y qúe le parecían los toreros actuales? «Morante es el único que tiene lo que no tienen los demás», sentenció. En lo demás advertía «demasiada mentira. La manera de ejecutar el toreo está llena de falsedad y de hombres embusteros. Yo tengo un sentido del toreo serio, pero estos de ahora ¿a dónde han llevao el arte? ¿A dónde?»
El lugar adonde Rafael de Paula llevó el toreo no existe. No hay una meca en la que ir a rezar lo incomprensible. Suponemos que acompañó a Morante y a otros cuantos elegidos en algún inspirado momento de su carrera. Quién sabe si volverá a alumbrar a algún otro o, como las mejores fragancias, se ha evaporado y solo existe en el recuerdo.















