Hay días que se levantan con mal pie. No es una metáfora; es una realidad tangible que empieza a gestarse en el primer sorbo del café de la mañana, que sabe a quemado o se derrama sobre la camisa limpia. Esa primera nota discordante es el preludio de una sinfonía de pequeños desastres. Son los días naufragio, esas veinticuatro horas en las que, por más que forcejees, la corriente te arrastra mar adentro.
Desde ese instante, todo se tiñe de una torpeza inexplicable. Tropiezas, las palabras se te enredan en la lengua, el semáforo se pone en rojo justo cuando llegas y el correo electrónico más importante se lo traga el abismo digital sin dejar rastro. Son jornadas en las que no acertamos. Cada decisión, por mínima que sea, es un error en potencia. Cada interacción humana es un malentendido a la espera de su oportunidad. La tecnología, de repente, conspira en tu contra; los objetos inanimados desarrollan una voluntad propia y perversa.
Estos días no solo se viven, se padecen. Y lo más curioso es la distorsión temporal que conllevan. El reloj parece haberse quedado atascado en un limbo de segundos interminables. Cada minuto en una reunión absurda, cada instante de espera en una cola que no avanza, es una eternidad. Es un tiempo denso, pesado, que se adhiere a la piel como una capa de humedad. Parece que la jornada no vaya a terminar nunca, que estás condenado a deambular eternamente por este paisaje de frustraciones. La sensación que dejan es profunda: una tristeza sin un origen claro, un enfado sordo contra el mundo, contra los demás y, sobre todo, contra uno mismo por no haber sido capaz de domeñar el caos. Un hastío vital que te hace cuestionar el sentido de cada esfuerzo.
Pero he aquí el prodigio, la pequeña y milagrosa redención de la existencia: la noche, por profunda que sea la frustración, siempre llega. Y con ella, el sueño, ese gran reseteo. La próxima mañana no es solo un nuevo día; es una amnistía. El tiempo, con una generosidad silenciosa, nos concede otras veinticuatro horas de rigor. El sol se asoma por un horizonte limpio, la cafetera funciona a la perfección y la camisa está impoluta.
La suerte, caprichosa, comienza de nuevo a girar. Los días naufragio nos enseñan, a golpes, la lección más valiosa: que nada es permanente, ni siquiera la racha más negra. Que el fracaso de hoy no es una sentencia, sino simplemente una mala página en un libro mucho más largo. Y que, después de todo, la vida siempre nos da la oportunidad de volver a la orilla, secarnos y, con un poco de suerte, navegar en aguas más tranquilas. La esperanza, a veces, no es más que un nuevo amanecer que cumple su horario.
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