Solo al anochecer vencí mi repugnancia y me senté a ver y escuchar la comparecencia de Pedro Sánchez en esa comisión del Senado por la noche. La principal conclusión que saqué es que estamos jodidos, muy jodidos, quizás definitivamente jodidos. El aliento pútrido de la indignidad atravesaba la pantalla y se te impregnaba en la garganta. Sé muy bien lo que se espera. Que digas que si el PP esto o el PSOE lo otro. Lo cierto es que Sánchez salió ileso no por su portentosa inteligencia o su facundia genial, sino porque los conservadores demostraron –de nuevo–su insondable oligofrenia política, una torpeza pringosa como el estiércol, una incapacidad sorprendente para hacerse cargo de una emergencia y actuar estratégica y dialécticamente en consecuencia. No están a la altura del desafío que tienen por delante. Quieren el poder pero sospecho que les aterroriza gobernar. O tal vez sea al contrario: quieren gobernar pero no tienen la más remota idea de lo que consiste verdaderamente el poder. Cuando regresen al Gobierno –por supuesto, sin un verdadero proyecto político– lo harán por accidente, por casualidad, por sacárselo en una rifa. Lo que resulta seguro es que por culpa de ellos no será.
Luego está Sánchez. Sánchez solo mostró dos chispazos de genialidad. Uno, atenerse siempre a lo que te recomendaría cualquier abogado de medio pelo, ese conjunto de recursos verbales para vaciar o aligerar de responsabilidad tus afirmaciones: «Que yo recuerde», «que yo sepa», «no me consta», «en lo que alcanza mi memoria», etcétera. El otro, el uso de las gafas, que eran absolutamente innecesarias en la comparecencia –no consultó cifras, ni declaraciones literales, ni preceptos jurídicos– pero que eran una novedad cuya reseña distraería aunque sea solo un 10% de lo otro. Por lo demás si las intervenciones de los diputados del PP, de Vox o de JxP eran caóticas, babiecas, nerviosas y obtusas, las del presidente del Gobierno resumían perfectamente su personalidad política. Por supuesto se victimizó en varias ocasiones sin dejar de mostrar su desprecio por todos los que estaban presentes. Por eso, cuando el presidente de la comisión, Eloy Suárez, le llamó la atención por sus descalificaciones sobre la misma, Sánchez lo interrumpió y le dijo que la comisión era «un circo». Me ha asombrado infinitamente que este episodio –que retrata al presidente del Gobierno– haya tenido un espacio muy pequeño en artículos y telediarios. La incansable grosería de este tipo infautado, su desprecio divertido hacia las instituciones que no respeta cuando no controla, ilustra muy bien la fragilidad de las convicciones democráticas de Sánchez. Todo lo demás fueron chistes y retruécanos entre maliciosos y bobalicones que los senadores socialistas aplaudieron como si fueran citas de George Bernard Shaw.
Porque el colmo de la más sórdida estupidez corrió a cargo del PSOE. Sánchez es un prodigio, un político excepcional, un genio de la oratoria, un líder arrasador que atesora reservas infinitas de valor e inteligencia y, por todo ello, el PP se había equivocado ridículamente al llevarlo al Senado. Es irrelevante que de sus últimos secretarios de Organización uno esté en la cárcel y otro en Tribunal Supremo, que su esposa se encuentre imputada y su hermano procesado o que la autoridad judicial investigue la financiación de su partido. En cualquier país civilizado este cúmulo de circunstancias se hubiera cobrado un altísimo precio político, pero no en España, no en el caso de Sánchez, que obviamente no se enteraba ni de lo ocurría en su familia, ni de las maniobras de sus máximos colaboradores, ni de nada de nada. De todo esto, más temprano que tarde, el PSOE se lamentará amargamente. De estos años de falsa euforia económica, con el mayor número de empleados que no llegan a fin de mes de la historia, con 625.000 inmigrantes instalándose en el país en un solo año y sin mayoría parlamentaria para aprobar ni presupuestos generales ni leyes, gobernando en contra de la mitad de España. Sí. Estamos jodidos.
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