Trump emprendió en abril su segunda guerra comercial contra China para corregir de una vez por todas una relación desequilibrada que había castigado Estados Unidos durante décadas. China, entonces, le compraba soja y le vendía minerales raros. Trump cantó victoria esta semana tras el “fantástico” acuerdo arrancado tras reunirse con Xi: China le volvería a comprar soja y vender minerales raros. Es el éxito muy maleable para Trump.
Han sido siete meses de turbulencias y muros arancelarios que han alterado unos intercambios bilaterales de 659 mil millones de dólares anuales y tensado las cadenas de suministro globales. También han confirmado lo que Pekín y los expertos ya habían advertido: que no hay ganadores en una guerra comercial sino perdedores en diferente grado. Y nadie ha perdido más que Estados Unidos, especialmente en prestigio. No arrancó de China un acuerdo formal sino otra tregua momentánea, ninguna concesión sino el levantamiento de sus represalias.
Los 12 millones de toneladas métricas de soja que comprará este año y los 25 millones anuales durante el próximo trienio no suponen ningún esfuerzo para China, el mayor importador del mundo, quien solo tendrá que redirigir algunos pedidos desde Latinoamérica a Estados Unidos. Las tierras raras son un fenomenal negocio para Pekín y Estados Unidos es su principal cliente. La tercera victoria reivindicada por Trump es el gaseoso compromiso de luchar con más brío contra los precursores químicos del fentanilo. No han trascendido las medidas pero el mensaje chino ha sido invariable: ya hace todo lo que puede y, en cualquier caso, no hay más culpable de la pandemia que la alegre prescripción de opiáceos de la industria farmacéutica estadounidense. El acuerdo motivó el levantamiento de los aranceles del 20% a las importaciones chinas.
La escenografía de la reunión con Xi ya sugería que había concluido el desfile triunfal de Trump por Asia. En Kuala Lumpur, Tokio y Seúl había visitado palacios y departido con emperadores, recibido coronas doradas, palos de golf y apoyos a su candidatura al Nobel de la Paz, coleccionado lisonjas sin fin de los líderes que pretendían alguna rebaja arancelaria… Con Xi habló en una funcional sala del ala militar de un aeropuerto, sin más adornos que unas banderas llevadas a la carrera ni más prolegómenos que un apretón de manos. Sólo China le ha aguantado a Estados Unidos sus envites arancelarios.
En Busan, una ciudad portuaria en el este de Corea del Sur, arrancó Pekín la pausa durante un año de la reciente inclusión de compañías chinas en la lista negra de Washington. Esas compañías, por su presunta amenaza a la seguridad nacional, no pueden adquirir tecnología sensible. Los expertos hablan de un logro sustancial de Xi y algunos en Estados Unidos se han escandalizado de que Trump convirtiera la seguridad nacional en un peón sacrificable. Supuso un giro copernicano en la casuística, sostenía estos días Christopher Padilla, al cargo del control de exportaciones con George Bush: “Todos tuvimos asuntos para discutir. Y la primera regla era que los asuntos de seguridad nacional no se discutían en negociaciones comerciales”.
«Ninguna parte confía en la otra»
Intuye Stanley Rosen, profesor de Ciencia Política en el Instituto Estados Unidos-China de la Universidad de Carolina del Sur, el regreso de los problemas estructurales de la relación. “Ninguna parte confía en la otra. China seguirá trabajando duro para conseguir la autosuficiencia en chips avanzados, Inteligencia Artificial y otras tecnologías. Estados Unidos intentará firmar más acuerdos con Malasia y Australia para desarrollar sus propias fuentes de tierras raras”. Esa dinámica, pronostica, sienta que “la globalización está en peligro y que todos tendrán que elegir a China o Estados Unidos como aliado”.
Es seguro que Trump esperaba una segunda guerra comercial como la primera. Aquella no fue un diente por diente, como la describía tercamente la prensa, sino que iba a remolque Pekín usando la imprescindible fuerza para que el mundo no la percibiera acobardada. Concluyó en enero de 2020 tras una docena de rondas de negociación con un acuerdo por el que China se comprometió a comprar 200 mil millones de dólares de productos estadounidenses para mitigar el desequilibrio comercial. Si la había sometido ocho años antes, ahora sería más fácil: la economía china crece al 5%, en contraste con el 7 % de entonces, sigue hundido el sector inmobiliario, no repunta el autoconsumo y sube el paro juvenil.
Pero Pekín llegó con los deberes hechos. Había intensificado el cortejo global, reforzado sus alianzas y diversificado mercados. Funcionó. En septiembre subieron sus exportaciones globales un 8 % a pesar del derrumbe del 27 % de las dirigidas a Estados Unidos. Con la diplomacia detuvo los golpes arancelarios y con las tierras raras derribó a Estados Unidos.
Sobre su relación futura no hay más que incertidumbre. Por la versión interesada de Trump y la discreción china, de lo pactado esta semana no tenemos el cuadro completo. Es sabido que el diablo de los acuerdos está en los detalles y, cuando está Trump de por medio, en la falta de detalles.
“Podemos esperar continuas escaladas de la tensión y rápidos arreglos antes de que las cosas se escapen de control. Ese es el mejor escenario, hay otros peores. Con Trump nunca sabes qué puede pasar, pero China tiene un plan que no variará. Su sistema político permite los planes a largo plazo, y eso no es posible en Estados Unidos, cada vez más polarizado, donde las políticas y el trato a aliados y adversarios cambian con cada administración”, termina Rosen.
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