No hubo un funeral en Valencia. Fueron dos. En el primero, un Estado cuyas costuras mostraron hace un año todos los remiendos que padecen y que siguen sin afrontarse tributó homenaje a las 229 personas (237, sumando a los de la Comunitat Valenciana los fallecidos en Castilla-La Mancha y Andalucía) que murieron hace un año en la mayor catástrofe ocurrida en Europa en décadas. El segundo es el funeral político de Carlos Mazón, el presidente de la Generalitat Valenciana que desapareció en la fatídica jornada en la que su tierra era arrasada y que, muy probablemente, ha protagonizado el último gran acto institucional que vivirá al frente del cargo, tarde lo que tarde en desalojarlo. Los dos funerales, el de las víctimas que duró unas horas, y el funeral político de Mazón, que ya ha empezado aunque no sepamos cuándo acabará, tienen una cosa en común: ambos llegan con mucho retraso.
Todos nos sabemos de memoria lo de las cinco fases del duelo. Pero a pesar de la tardanza con que se ha celebrado este funeral de Estado, las familias de los muertos y los damnificados no han podido pasar por ellas, no han podido llegar a la última, que es la aceptación que te permite seguir con tu vida. Siguen condenados a permanecer en la fase de la indignación, porque cada acción de la Generalitat Valenciana, cada cosa que se conoce todavía un año después de lo que hizo el Gobierno autonómico en aquella jornada y de lo que no hizo el jefe del Consell aquel día, es un puñetazo que vuelve a cortarles el resuello y a no dejarles dormir. Cada día que Mazón pasa sin contar la verdad, es un día más en que las víctimas son revictimizadas.
Pero Mazón no ha pasado ni siquiera de la primera de esas cinco etapas. Está en la de la negación. Como los tres monos esculpidos en un templo de Japón, Mazón ni escucha la calle, ni responde las preguntas concretas que le hacen ni quiere ver la realidad que le rodea. La burbuja en la que vive pudo comprobarse antes del funeral, cuando reunió en el lugar más emblemático del edificio gótico que alberga la sede del autogobierno, el Saló de Corts, a todos sus edecanes para hacer una declaración “institucional” con motivo del primer aniversario de la tragedia en la que no mostró arrepentimiento alguno, pero recibió los aplausos de sus empleados, en un gesto que sólo acumula humillación a la vergüenza. Esas declaraciones se hacen sin público. Pero Mazón decidió rodearse de palmeros. La realidad fuera de esa burbuja prefabricada pudo comprobarla luego, cuando en el funeral de Estado las víctimas le expresaron su rechazo, con durísimos insultos, y él ni siquiera pudo acercarse a ellas ni mucho menos participar en el pésame en privado con los Reyes y el presidente del Gobierno. En un acto que reunió a un millar de personas, Mazón estaba solo como jamás un político en España lo ha estado.
Mazón es responsable de no haber estado el 29 de octubre de 2024 donde tenía obligación de estar. Pero desde el día 30, los culpables de la penosa situación política y social que vive la Comunitat Valenciana son otros y tienen nombre: Santiago Abascal y Alberto Núñez Feijóo.
Abascal no estuvo en el funeral, se ausentó también del minuto de silencio celebrado en el Congreso en memoria de las víctimas y no ha pisado la zona cero desde que el desastre se produjo. Le irá bien, ganará muchos votos, le harán la campaña entre Putin y Trump. Pero está demostrando su falta de dignidad y de humanidad. Y su cinismo. Ahora llama mentiroso a Mazón, pero es él el que lleva sosteniéndolo en la Generalitat un año por pura conveniencia.
Feijóo, por su parte, no ha sido capaz ni siquiera de ver lo evidente: que Mazón ya no es un político, sino un adjetivo, sinónimo de ineptitud, frivolidad y falta de empatía. “Mazón, eres un mazón”, gritaban algunos este verano en las protestas contra el gobierno de Mañueco por su mala gestión de los incendios. “Mazón, eres un mazón”, clamaban también en algunas de las manifestaciones que han tenido lugar en Andalucía por la crisis de los cribados.
Como no se decida pronto a tomar medidas, ya veremos si Feijóo no acaba también transmutándose en adjetivo. Aquel que define al que, de tanto calcular, nunca le salen los números.














