Pilar Rubio lo ha dicho y España tiembla: Sergio Ramos es “el Da Vinci del siglo XXI”. Queda uno ojiplático, tal que no acierta a reír, llorar o llamar urgentemente al Museo del Prado para que preparen hueco a la Gioconda de Camas. Tras el oscurantismo florentino, el Renacimiento ha vuelto, con coleta, tatuajes y un Instagram de gimnasio.
Ramos, ese genio polifacético que domina todas las artes: la del despeje, la del selfie y la del refrán improvisado (“el fútbol son dos días”, “quien no marca, no gana”), es el hombre de Vitruvio en calzoncillos de marca. Si Da Vinci pintó la Última Cena, Ramos podría firmar El Último Penalti a lo Panenka. Se trata de dos visionarios: uno diseñó máquinas voladoras; el otro, peinados que desafían la aerodinámica.
Si Ramos es el Da Vinci de nuestra época, Cristiano Ronaldo sería Miguel Ángel, cincelando su propio cuerpo como si fuera un David de músculos de mármol. Messi sería Galileo, destrozando las viejas leyes de la física cada vez que la pelota va cosida a su zurda. Vinicius, quizás Caravaggio, que fue un genio incomprendido, un loco violento y atormentado que se creía perseguido. Y Lamine Yamal, el Mozart precoz y deslenguado que compone sinfonías a la edad en que sus compañeros de clase apenas se atreven con un solo de flauta.
En esta época líquida, el arte ya no busca belleza, sino engagement. Quizás tenga razón Pilar Rubio y su marido sea un genio y nos deleite pronto con una nueva versión de la Mona Lisa: un óleo cubista a mitad de camino entre la Chita de Tarzán y la hermana de Burt Simpson.
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