Las excavadoras han amputado el ala este de la Casa Blanca por orden directa de Donald Trump. El presidente de Estados Unidos, que se presenta ahora como constructor en jefe, ha decidido demoler la oficina de la primera dama y reemplazarla por un salón de baile. Lo ha hecho con la misma prisa con la que adopta otras decisiones impulsivas y sin someter el proyecto al escrutinio de los organismos encargados de velar por el patrimonio público. Con esta medida, Trump desequilibra uno de los edificios más simbólicos del país y difumina la línea entre lo público y lo privado.
El nuevo salón de baile del presidente más megalómano costará 300 millones de dólares. Todo será pagado por empresas y grandes fortunas deseosas de figurar en la lista de benefactores presidenciales. Entre los 37 donantes aparecen Altria, Amazon,_Apple, Caterpillar, Coinbase, Comcast, Hard Rock, Google, HP, Lockheed Martin, Meta, Microsoft o T-Mobile. Se desconoce cuánto dinero aporta cada uno ni bajo qué condiciones.
Este modelo de financiación, presentado como un ejemplo de eficiencia que evita el uso de dinero público, exhibe una falta de transparencia impropia del Gobierno, sobre todo tratándose de un edificio tan icónico como la Casa Blanca. Fiscalizarlo será una tarea casi imposible; exigir rendición de cuentas, una utopía.
¿Qué obtendrán a cambio de su generosidad estas compañías que tienen negocios con la Administración? ¿Buscan un asiento en el salón de baile o, más bien, asegurarse un favor en el futuro? De momento, sus ejecutivos ya cenaron con el presidente el miércoles, en el edificio que él ordenó derribar 24 horas después.
Trump nunca debió reducir un espacio histórico a una pila de escombros. Pero el proyecto va más allá del capricho arquitectónico. El republicano envía un mensaje ambiguo sobre qué papel ha de tener el sector privado en la adecuación del patrimonio público y cómo ha de ser remunerado. Trump ha convertido la Casa Blanca en un espacio patrocinado, reservado a quienes pueden costear su acceso. n
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