«La cordillera de los Andes será la Sierra Maestra de América. De su seno saldrán los hombres libres que pondrán fin a la dominación imperialista en nuestro continente», proclamó Fidel Castro el 16 de julio de 1967, durante la clausura de la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), celebrada en La Habana. Las guerrillas debían expandir el ejemplo de Cuba en la región. «No hay fuerza capaz de detener la marcha de los pueblos». Cincuenta y ocho años más tarde y en una curiosa inversión de roles, son otros dos cubanos los que buscan extender un dominio político implacable, pero de Estados Unidos en América Latina. Para Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone, la cordillera de los Andes debe ser ahora la vía montañosa del dominio conservador, la línea que conecta a sus países con los intereses de Washington. Donald Trump se empeña en demostrarlo desde principios de septiembre cuando se iniciaron los ataques aéreos contra embarcaciones en el Caribe sur y el Pacífico colombiano.
Al secretario de Estado estadounidense y el enviado especial de EEUU para América Latina los llaman precisamente «los cubanitos». Sus orígenes son presentados como un documento de legitimidad del reverdecimiento de las narrativas de comienzos de siglo XX y que quedaron resumidas en la imagen del «gran garrote». El tono de las amenazas de Trump guarda inequívocos parentescos con la retórica de su lejano antecesor en la Casa Blanca, Theodore Roosevelt, republicano también, quien en un mensaje de 1904 aseguró que los países no tendrían que «temer» del poderío de EEUU si demostraban que sabían «actuar con una eficacia razonable». Pero si había un «relajamiento general de las reglas de una sociedad civilizada», Washington podía «ejercer un poder de policía internacional«. Roosevelt no hizo más que glosar la llamada doctrina Monroe de 1823, conocida por su lema «América para los americanos».
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en una imagen de archivo. / MIGUEL GUTIÉRREZ / EFE
Trump hizo su propia interpretación de esa doctrina cuando anunció el nombramiento de Claver-Carone: «En los últimos cuatro años, el caos y la anarquía han invadido nuestras fronteras. Es hora de restablecer el orden en nuestro propio hemisferio». El paso de las palabras a los hechos comienza a adquirir peligrosa elocuencia. Florecen las analogías entre este presente y el historial de sucesivas intervenciones durante el siglo pasado, de Panamá a la Guatemala de Jacobo Arbenz, de Cuba en 1961 y Brasil en 1964 al Chile de Salvador Allende nueve años después, de la promoción de las dictaduras en el Cono Sur a la financiación de los «contras» nicaragüenses a partir de 1980. Esas comparaciones adquirieron consistencia no solo a partir de los ataques aéreos contra embarcaciones presentadas como «narcoterroristas» sino con la misma orden firmada por Trump para que la CIA, en una ola nostálgica de los 60, pueda realizar «operaciones especiales» en Venezuela que incluyen acciones «letales». Lo que comenzó con Nicolás Maduro pronto se ha extendido a la figura de Gustavo Petro.
El retorno de los viejos hábitos
«Hace apenas una década, la era de las guerras, golpes de Estado e intervenciones militares de EEUU en América Latina parecía estar llegando a su fin cuando la Administración Obama declaró que la doctrina Monroe, que durante mucho tiempo afirmó la supremacía militar de EEUU en América, había muerto», señaló recientemente The New York Times. «Ahora, esta piedra angular de la política exterior vuelve a cobrar vida, resucitando los temores sobre la injerencia militar estadounidense en la región después de que el presidente Trump ordenara al Pentágono utilizar la fuerza militar contra ciertos cárteles de la droga latinoamericanos».
Los «cubanitos» son los intérpretes de ese giro. Ellos llevan a cabo una intensa política de reconfiguración de las relaciones entre EEUU y América Latina. En principio se consideró previsible que la reconocida aversión de ambos a La Habana, Managua y Caracas se expresara en los alineamientos políticos del segundo mandato de Trump. Pero los cañones de la retórica apuntaron también contra México, Brasil y de inmediato a Colombia. Toda expresión de desacuerdo con la Casa Blanca se han convertido en una constatación de un «ultraizquierdismo» inveterado que reclama respuestas.

El presidente de Colombia, Gustavo Petro. / MAURICIO DUEÑAS CASTAÑEDA / EFE
La cuestión china
La guerra contra las drogas que Trump se propone librar por fuera de la ley internacional no es ajena a una disputa de mayor alcance: hacer retroceder a China en la región. Colombia se convirtió en especial objeto de encono para la Casa Blanca a partir de la intención de Petro de hacerse un lugar en el BRICS, el grupo fundado por Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica.
El comercio de Pekín con América Latina se prepara para superar los 500.000 millones de dólares de 2024. Las exportaciones de EEUU con esta parte del mundo llegaron el año pasado a los 664.000 millones de dólares. El gigante asiático está cada vez más cerca de desplazarlo como el primer socio económico de los latinoamericanos.
La cuestión china supone un problema sin soluciones a corto plazo para Trump como lo demuestra en particular el caso de Argentina. La asistencia financiera al ultraderechista Javier Milei incluye una contraprestación ineludible e inmediata: Buenos Aires debe tomar distancia de China. Así lo dejaron en claro tanto el secretario del Tesoro norteamericano, Scott Bessent, como Claver-Carone. La realidad se obstina en ponerle límites a esas exigencias. Más allá de la empatía ideológica que el anarcocapitalista tiene con el magnate republicano, por encima de su deseo de ser el gran interlocutor regional, el flujo económico ha mostrado en septiembre que China reemplazó a Brasil como el principal socio comercial de Argentina. Las importaciones alcanzaron el nivel más alto de la historia: 1.816 millones de dólares.
En medio de la guerra comercial global lanzada meses atrás, obsesionado con el avance chino, Trump no parece tener otra cosa que ofrecer que un retorno del garrote a sus vecinos.
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