En casa, es un asunto recurrente en comidas o cenas familiares. Cada vez que surge una ocasión de que mi hijo se vaya a vivir fuera, salto como un resorte para animarle a que se vaya, a que aproveche la oportunidad, a que conozca mundo. Él me contesta receloso, con mirada torva: «Tú lo que quieres es que me vaya de casa». Efectivamente, le replico, porque salir del nido no es solo beneficioso, sino indispensable para el aprendizaje de la vida, para valerse por uno mismo, como nos demuestra el sabio reino animal. Y él zanja la conversación con unos cálculos irrebatibles sobre el sueldo que le espera y el coste de la vivienda.
Hace unos días, Eurostat –el CIS europeo, salvando todas las distancias– hacía públicos sus últimos datos al respecto de la emancipación de los jóvenes. En este capítulo, los españoles seguían en el pelotón de cola, eso sí, acompañados por croatas, griegos, eslovacos e italianos, con proporciones parecidas. De media, nuestros jóvenes tienen ya 30 años cuando abandonan el hogar familiar. Eso supone cuatro años más que la media de la Unión Europea.
No sé si a los 30 se puede considerar a alguien joven. Los demógrafos lo situaría más bien en la edad adulta, que va, año arriba año abajo según las fuentes, de los 25 a los 59 años. De hecho, hablamos de un hombre o una mujer de 30 años. Y a nadie se le ocurre referirse a la cantidad de hombres y mujeres españoles que aún vive con sus padres. Creeríamos que nos están hablando del tío/a solterón/a, o de las familias que viven con el abuelo hasta que se muere, tan propias de los años 40 o 50 del siglo pasado, cuando hasta tres generaciones se apiñaban en la misma casa.
Se atribuye esta tardanza para irse de casa a datos objetivos como los inalcanzables precios de la vivienda, ya sea en compra o en alquiler, y al estancamiento de los salarios. Como muestra, basten unos datos. El salario medio en España en los últimos treinta años subió un 2,7 por ciento, mientras que Irlanda –que tenía el mismo que España en 1994– tiene hoy un salario medio un 60 por ciento superior al español. Mientras tanto, el precio de la vivienda en nuestro país ha aumentado más de un 150 por ciento en el mismo periodo. Algo falla, evidentemente, por mucho que se diga que vamos como un cohete.
Al parecer, en España a día de hoy faltan 700.000 viviendas. Es muy fácil culpar a los especuladores inmobiliarios, a los multimillonarios venezolanos o a Airbnb, pero ¿qué hemos hecho aquí para evitarlo? Mientras, sólo uno de cada cuatro de nuestros jóvenes, entre los 16 y los 25 años, trabaja en nuestro país. Es muy fácil achacarlo a que los jóvenes de hoy en día son unos flojos y que desprecian los trabajos duros, como la hostelería y la construcción. Pero ¿qué hemos hecho para ajustar el mercado laboral?
Da la impresión de que en este país hemos perdido 30 años, o, por lo menos, 20 si contamos desde la gran crisis económica. Son muchos años, en los que hubiera dado tiempo a hacer muchas cosas y muchas casas. Los gobiernos de ambos signos han vivido al día, entretenidos en las trifulcas políticas para mantenerse en el poder y en las corruptelas de unos y otros. No han tenido una mínima previsión de futuro. ¿O es que no hemos sabido hasta ahora que en 2025 nos iban a faltar 700.000 viviendas? La última ocurrencia del Gobierno al respecto, poner un teléfono para que los afectados se desahoguen, habla por sí sola.
A estas alturas de la vida, no podemos decirles a los jóvenes que vuelvan a las condiciones de vida de los años 70. Entonces, nos íbamos de casa lo antes posible, porque no nos dejaban llevar a la novia o al novio. Cuando nos emancipamos, muchos vivíamos en míseras pensiones, en diminutas habitaciones con otros cuatro o cinco posaderos o, los más afortunados, en pisos del extrarradio compartidos por ocho o más personas.
No podemos desear para nuestros hijos las condiciones vividas por los más viejos del lugar. Progresar, aunque sea poco, es llevadero; más si se ve, como veíamos, un futuro en perspectiva. Lo que de ninguna forma podemos asumir es que nuestros hijos vayan a vivir como nosotros, o peor, como no lo asumieron nuestros padres. No ofrecerles ni siquiera una expectativa de futuro es nuestro mayor fracaso.
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