Hubo una época, casi remota, en que fui vocal del Consell d’Administració de RTVV, con Canal 9 en todo su esplendor, sus virtudes y defectos. Aquello me permitió una de las cosas más curiosas que he hecho en mi vida –han sido unas cuantas-: fui presidente del tribunal de oposición a informadores meteorológicos –también miembro de otros para carpinteros, maquilladores, electricistas… pero no viene al caso-.
Por supuesto, yo no sabía nada del tema, pero mi misión era ser garante de la equidad e imparcialidad de los especialistas: meteorólogos e informadores de otras cadenas. No había problema: había tres plazas y sólo se presentaron los tres –dos hombres, una mujer- que ya eran interinos, y había consenso en que lo hacían muy bien. Yo sugerí que el examen fuera muy sencillo: que se asomaran a la calle y miraran el cielo y que cada uno nos dijera el clima que haría el día siguiente, y según “acertaran”, pues así les puntuábamos. ¡Allí fue Troya!
Los especialistas se revolvieron y me dijeron que no, que la meteorología era una acción científica y que debían basarse en mapas y datos. No acabé de verlo claro. Pero no tenía ningún argumento contrario. Y en realidad reconocí enseguida que lo que defendía era una boutade destinada a animar tediosas jornadas.
Se hizo como prescribía la ciencia, nos explicaron lo que había que explicar –incluido que con los mismos datos había más de una explicación plausible-– con cartografías retrospectivas y episodios ya sucedidos. Y aquí paz y allá gloria.
Desde ese día siento una gran admiración por la meteorología y los famosos “hombres y mujeres del tiempo”. Y ya sé que su misión no es “adivinar” sino “predecir”, con un aparato científico impresionante. Aún han de bregar con muchos elementos caóticos: en eso consiste su tarea, en reducir el caos.
También me hice consciente de que aciertan mucho más que fallan, aunque la percepción selectiva nos lleva a fijarnos más en los errores que en los aciertos. Además hay un sesgo: nos molesta más si fallan si eso repercute negativamente en nuestros deseos. Por todas estas cosas no hay ocupación más semejante a la de político que la de meteorólogo.
Tengo leído que la fecha del desembarco de Normandía dependió, sobre todo, de los partes meteorológicos que le pasaban al alto mando aliado. Y fíjese lo que fue aquello. Desde entonces la meteorología ha avanzado una barbaridad. Por eso los meteorólogos pueden equivocarse pero quien les enmienda la plana a lo bruto es un brujo, un hechicero, un representante del pensamiento mágico.
Y como en sociedades tan antropizadas como las nuestras las previsiones pueden ser cosa de vida o muerte, literalmente, quien se atreve a desprestigiar y desautorizar a las autoridades meteorológicas no sólo es un ignorante, también es un desaprensivo que, con tal de salvar sus anteriores errores, está dispuesto a sembrar miedo y discordia. Eso es lo que ha hecho Mazón desprestigiando a la Aemet, en esa guerrilla particular que lleva, como si la dana hubiera sido culpa de la agencia meteorológica.
No entraré en los detalles de las opiniones pintorescas del president. Porque lo grave no es eso. Lo grave es que un dirigente público -¡incluso él!- no puede sembrar sospechas si no quiere que en algún futuro esa sospecha germine en descuido, en un castizo “¡si siempre fallan!” y, ya puestos, en destrucción y muertes por imprudencia.
Porque de nada sirve contar con servicios sofisticados de previsión y prevención si se desanima a la población a escuchar a quienes dan las alarmas originarias. Es el mismo esquema de todo negacionismo: lo que dicen los especialistas, los científicos, debe ser falso si no se ajusta a mis ideas o intereses. Eso no significa ceder a las ciencias el gobierno, lo que significa es que las decisiones democráticas, en los casos pertinentes, deben estar informadas por los científicos para que la complejidad del mundo no nos devore.
Y, en ningún caso, desdecir la opinión o burlarse de ellos si la mínima prudencia –lo que afecte a vidas y haciendas- depende de esa negación o de resaltar un puntual error, que bien puede ser error de interpretación del político, menos preparado que el científico para evaluar variables.
Está escrito que Mazón causa un tedio parejo a su patetismo: caballero de triste figura, sigue persiguiendo fantasmas que sólo él, y algunos de sus fieles escuderos, promovieron. Habla del tiempo climático como si todo fuera conjura, habla del tiempo medido en minutos como si éstos fueran flexible trampa en la que deben caer los otros.
Agujero negro de la democracia, arrastra a su partido a la infinita negación de la realidad. Lo nunca visto. De verdad. De todo sabe, de nada se arrepiente. Quizá la prolongación de la reunión en el apropiadamente apelado El Ventorro, con una ciudadana invitada a dirigir la tele, es que el jefe insistía en que en el contrato fuera implícito que Mazón sería contratado como hombre del tiempo; sin oposición, porque él lo vale, por los siglos de los siglos.
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