Han sido muchos y variados los males forzosos que ha afrontado el hombre a lo largo de su corta historia. Los más radicales y devastadores fueron los vividos en las pandemias, la llamada gripe española del siglo XX, la peste negra del XIV, la viruela exportada por los conquistadores españoles a tierras americanas en el siglo XVI, todos ellos conllevaron millones de muertos sin la más remota posibilidad de luchar por salvar la vida.
Luego están los otros males, los que son obra y gracia de todos los mortales, que han logrado devastar las esperanzas e ilusiones de otros cuantos millones de personas. Habría que volver a la búsqueda del recogimiento monacal, del silencio impuesto, del recato y la armonía ante los reveses de la vida, del entendimiento y la aceptación de los desastres porque somos nosotros mismos los que hacemos que evolucionen y se enquisten.
Estamos de acuerdo en que no hay mayor adversidad que la que no es controlable, la que nos viene impuesta, venga de donde venga. Cualquier catástrofe natural nos lleva a reflexionar acerca de lo pequeños que somos ante la naturaleza, lo débiles que resultamos si tenemos que enfrentarnos a un terremoto que en poco más de un minuto trunca millones de sueños, rompiendo el frágil equilibrio entre el ser humano y su entorno, que pasa de ser amable y confortable a convertirse en lo más hostil y desagradable del mundo.
Los tormentos más hirientes siempre vienen de la mano del artífice de los grandes desarrollos del homo sapiens que, desde que lo empezó a ser, no ha dejado de enmerdar todo lo que toca, como si tuviera una especie de maldición intrínseca a su propia evolución. Inventa todo tipo de artilugios y sistemas para hacerse la puñeta a sí mismo y a sus congéneres con el único afán de conseguir más que el contrario, no se sabe muy bien para qué, porque al final todos acabamos en el mismo sitio.
El poder de adaptación crece con nosotros, y si tenemos que pasar del estado de bienestar al de malestar, se hace y en paz, pero sin malos rollos. La humanidad ha sabido sobrellevar con gallardía y dignidad cientos de persecuciones de distinta índole y condición, desde las más cruentas y descerebradas apoyadas en la xenofobia hasta las completamente irracionales que sufren algunos paisanos que se sienten perseguidos hasta por su propia sombra.
Posiblemente nos pasemos más de las tres cuartas partes de nuestra vida huyendo de las tribulaciones, intentando alejarnos de ellas como si se tratara de la peste, la gripe española o la viruela. El éxito de nuestra campaña de huida se funda en los procesos de adaptación a las circunstancias, en saber renunciar a las expectativas inalcanzables reemplazándolas por las asequibles, el poder decir que no a las situaciones de congoja y tristeza que se atrevan a amordazar nuestras alegrías. Estamos aprendiendo, desde la desesperación, a sortear con éxito nuestras más ocultas tribulaciones.
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