Ayer terminé el último libro de Andrés Trapiello, «Próspero viento». Trapiello es uno de esos escritores que me han servido de inspiración, quizá por ese estilo tan propio que evoca lo antiguo. Toda época tiene su guardián de las esencias, y AT es el que guarda las de hace un siglo: las de Galdós, Unamuno, Azorín, JRJ y Baroja. También las de Cervantes, cuyo Quijote tradujo al español de hoy. Me gusta Trapiello por lo que otros lo detestan: por liberal-conservador, por costumbrista, por antimoderno, por nostálgico. Trapiello es un autor inclasificable, quizá un género en sí mismo, como inclasificable es su último libro. «Próspero viento» es un gazpacho de vivencias y obsesiones, una autobiografía y unas memorias, un lamento y un «J’accuse». Acumula muchas -quizá demasiadas- cosas a la vez, como ese Rastro de Madrid que tanto anda el autor todos los domingos. Es el diario de un asceta de la literatura que no se engaña al solitario, que siempre se ha sabido en el lado correcto de la moral, pero que siempre ha estado en el lado equivocado del poder, de ese muro que separa las dos Españas. «Próspero viento» reivindica -uno de los temas recurrentes en Trapiello- la Tercera España a título póstumo, a los perdedores de la guerra civil de la cultura, que es una que vierte tinta en vez de sangre -no es poco- y que siguió a la del 36. La ganó la izquierda, pero sus batallas se extienden hasta nuestros días, pues la derecha de la cultura sigue en el maquis, dando la guerra que le dejan. El último episodio de esta contienda es el que se ha vivido entre el Director del Instituto Cervantes y el de la RAE. Trapiello se lamenta porque sus años de militancia de izquierdas, entre los disidentes de los disidentes -una militancia tan descreída y romántica como el autor- le dieron la lucidez necesaria para salir de los arrabales del maoísmo pero no le sirvieron de nada a la hora de consagrarse en un mundillo, entonces efervescente, que encalaba los muros de aquella España nueva. Esa nomenklatura de intelectuales, a menudo hijos del antiguo régimen, le aceptó en un principio, pero luego le condenó al ostracismo y le hizo luz de gas, por no comulgar AT con los nuevos árbitros de las elegancias. “Próspero viento” manifiesta, negro sobre blanco, la estupefacción del escritor ante la ocupación de las palancas de la cultura por parte de la izquierda más burguesa tras la Transición e incluso antes de ésta. Hay algo de ingenuidad en el autor, como si esta hegemonía fuera un fenómeno exclusivamente español, como si la política o la cultura tuvieran que corresponderse, de modo físico, cósmico, con lo que es justo. Nada más lejos, es sabido. Confunde AT el reino del ser con el del deber ser. Y eso le lleva a una frustración algo cínica que impregna su libro. El lector se solidariza al principio con él, como lo hacemos con los perdedores, pero luego no puede uno más que sentir un cierto hastío ante tanto resentimiento. Leyendo “Próspero viento”, uno tiene la sensación de que Trapiello siempre baila al son de una música que la orquesta ya ha dejado de tocar, y que, si antes esa torpeza rítmica le generaba zozobra, ahora, pasada la setentena, la tiene a gala, pues es uno de los rasgos característicos del personaje que el autor se ha creado. Sea. El libro, algo crepuscular, bien podría haberse titulado “Nadar contracorriente”. El autor nunca se llegó a consagrar en el sistema que ha acabado combatiendo, pero tampoco ha muerto en la orilla. Ha dejado una prolija obra en diversos géneros que le ha ganado una cohorte fiel de seguidores, entre los que me encuentro. Adolescente, le leía en el dominical de un periódico burgués de Barcelona, y me gustaba por ser el único -quizá con Valentí Puig, un catalán mesetario y cosmopolita, una bella contradicción- que añadía, irreverente, una nota de casticismo al diario de una ciudad donde el casticismo es delito de lesa patria. A Trapiello, a estas alturas, ya sólo podemos pedirle una cosa: que no cambie, y que siga dando guerra.
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