Antonio Arias es economista
El trabajo puede llegar a ocupar todo tu tiempo. El asunto cobra interés ante la reforma urgente del registro de jornada laboral que, entre sus objetivos plantea reforzar la desconexión digital. Algo difícil cuando tus amigos son los compañeros de trabajo (o los clientes) así que los mensajes –a cualquier hora– también provienen de ellos. Entonces, en qué empleas el tiempo libre, como preguntaba el inolvidable cantautor Perales. Puede que sencillamente no exista, lo que es malo por lo general.
¿Vida plena fuera del trabajo? La generación de nuestros padres vivió para trabajar y luego no supo gastar lo que habían ganado. Por el contrario, la plena dedicación se contempla con recelo por las nuevas generaciones de jóvenes que no pueden dejar de mirar de reojo la «felizocracia», un mundo repleto de ocio a su alcance, pero no de su cartera.
El cofundador de Google, Sergey Brin, afirmó hace unos meses que los ingenieros deberían trabajar 60 horas semanales en la oficina para crear una Inteligencia Artificial competitiva. Lo mismo dijo Elon Musk durante la temporada (breve) que fue asesor de eficiencia de Donald Trump, cuando hablaba de que su equipo debía trabajar 120 horas a la semana. Malos tiempos para la lírica.
No siempre fue así. Aún recuerdo mi impresión, hace 20 años, por la irrupción de la regla 70-20-10 de Google, que permitía a sus empleados distribuir el tiempo de trabajo en esa proporción. El 70% de la jornada debían dedicarlo al negocio principal del buscador, el 20% a investigar servicios no directamente relacionados con su tarea –aunque dentro de los múltiples objetivos de la compañía– y el 10% restante del tiempo para desarrollar cualquier idea que no tuviera relación con la compañía. Eran formatos propios de sectores donde se primaba la innovación, lo que les ha permitido obtener magníficos productos de esa joya que son los intraemprendedores. Sin embargo, parece que ha durado poco ese modelo basado en el principio de Pareto: el 80% de las consecuencias se determina por el 20% de las causas. Pero eso es otra historia.
Quienes tienen la suerte de ejercer una profesión que les satisface puede que la llenen con las actividades paralelas o conexas a la principal, entremezclando la vida personal y la profesional, como los médicos o los militares. Los profesores universitarios son otro buen ejemplo de estilo de vida donde hay pocos intereses extraacadémicos. Cuentan con amigos por toda Europa o América con los que mantienen ese contacto regular que hoy facilita la mensajería instantánea. Para ellos, su actividad de ocio se asemeja al trabajo, pero con la diferencia de que se ejerce con libertad, por mucho que coincidan algunos elementos y no necesitan desconectar porque parecen hacer lo que les da la gana.
Por el contrario, otros consideran el trabajo un mal necesario para poder llevar ingresos a casa y –perdonen tanta simplificación– ni se plantean disfrutar en la profesión. Eso me recuerda que los asturianos junto a los canarios somos quienes estamos más satisfechos en el trabajo. Aun así, demasiadas personas no tienen ilusiones fuera del empleo, lo que les impide autorrealizarse. Otros, por el contrario, creen que una afición es tener un tesoro para el desarrollo social y emocional. Eso me recuerda que tengo abandonado a mi equipo de ajedrez de Colloto; lo mucho que me estoy perdiendo estos años.
Conviene diferenciar entre hobbie, trabajo, carrera y vocación. Una carrera es una pasión por la que estás dispuesto a hacer sacrificios. La vocación es un compromiso vital hacia la realización personal y te acompañará incluso después de la jubilación formal. Así, la vocación universitaria del constitucionalista Ramón Punset nos permite disfrutar regularmente de sus reflexivas tribunas en este periódico.
Algunas veces hay algún político (otra vocación) que logra desconectar al otro lado del espejo, saliendo del círculo vicioso oficial. Mi amigo Álvaro, cuando era teniente-alcalde de la ciudad de Guarda en Portugal dedicaba su tiempo de ocio responsable, como muchos portugueses, a ser bombero voluntario, con entrañables fines de semana de camaradería y vida cuartelera, pero donde por azares del destino, el portavoz de la oposición municipal ejercía como su jefe durante esos días. Me quedé con las ganas de preguntarle por alguna anécdota que seguro tenían. ¿Lograrían desconectar ambos?
Hay quien mantiene un perfil externo bajo para no generar con su visibilidad una falsa sensación de que podría dedicar más tiempo a su propia organización. A veces no son los jefes de quienes hay que defenderse sino de los propios compañeros, en una mezcla de contrariedad y competencia. Vamos, que prefieren el anonimato, mimetizados entre los miembros de la jerarquía. A ellos le dedico estos modestos pensamientos.
Es muy conocido el Estudio Harvard de Schulz y Waldinger («La buena vida») que durante ochenta años ha recogido los testimonios y datos minuciosos de generaciones (724 participantes originales y sus 1.300 descendientes) sobre su salud y dieta, las rutinas de ejercicio físico, consumo de alcohol, el empleo, hobbies, amigos, satisfacción con el trabajo, conflictos, divorcios, nacimientos y muertes, miedos, vida espiritual, aventuras, orientación política, preocupaciones y guerras, para llegar a una conclusión validada científicamente: una buena vida son buenas relaciones que nos hacen más sanos y felices.
Sin embargo, la generación nacida durante este siglo prioriza las relaciones digitales, superficiales, rápidas, constantes y enfrentan desafíos como la soledad, la ansiedad y la presión social de la permanente comparación entre ellos. Aunque participan en comunidades en línea de intereses compartidos, me queda la duda sobre su felicidad real. Es la paradoja de la hiperconectividad.
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