Para T.
Skármeta sentencia, por boca de su apasionado y flamígero personaje, en «El cartero de Neruda», que las metáforas y la poesía no son propiedad de quien las crea, sino de quien las necesita.
Y para hablar de amor las metáforas no sólo son precisas, resultan imprescindibles. Dice Muñoz Molina –que es poeta en prosa– que el amor no es únicamente abrazo ni promesa; sino ese impulso donde la fantasía y la vida tangible se entrelazan sin renunciar a su exacta medida. Considera que amar es un arte de equilibrio, para poder distinguir el reflejo de la presencia real y mantener viva la fascinación sin que nada se apague en la mirada del otro.
Claro que eso lo dice Muñoz Molina, que es un señor muy serio que anda por ahí diseccionando el Quijote. Los cronopios no discrepamos, por supuesto. Pero Julio Cortázar nos creó para que nos apasionemos con las cosas y las gentes, con un sentido lúdico a prueba de cualquier circunstancia.
«¿Qué hace un cronopio cuando se enamora? Pierde la cabeza, eso y se dedica a cortar margaritas. Cuando a un cronopio le rompen el corazón, llora un poco, y luego un poco más. Se sabe desdichado y húmedo. Pero mientras llora, piensa en que a todos alguna vez les rompen el corazón. En que enamorarse significa también llorar un poco».
Porque el amor, como la vida, es un viaje, y el mar a veces está en calma. Otras no.
Benedetti es imprescindible al hablar de la parte cotidiana y tierna de la cosa, con las aguas tranquilas:
«Compañera, usted sabe que puede contar conmigo, no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo.
Pero hagamos un trato nada definitivo, yo quisiera contar con usted.
Es tan lindo saber que usted existe, uno se siente vivo.
Quiero decir contar hasta dos hasta cinco, no ya para que acuda presuroso en mi auxilio, sino para saber y así quedar tranquilo, que usted sabe que puede contar conmigo».
Pero el amor también es sueño, y profundidad telúrica, y el océano se apasiona en sublimes tempestades; como debe ser. Y para esto, nada mejor que Neruda y su «Noche en la isla»:
«Toda la noche he dormido contigo junto al mar, en la isla.
Salvaje y dulce eras entre el placer y el sueño,
entre el fuego y el agua.
Tal vez tu sueño
se separó del mío
y por el mar oscuro
me buscaba como antes,
cuando aún no existías.
He dormido contigo
y al despertar tu boca
salida de tu sueño
me dio el sabor de tierra,
de agua marina, de algas,
del fondo de tu vida,
y recibí tu beso
mojado por la aurora
como si me llegara
del mar que nos rodea».
Y termino este periplo cleptómano con Italo Calvino y su reflexión sobre «Las ciudades invisibles», que también sirve para el amor:
«El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio».
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