A veces, cuando tienes que escribir un texto semanal sobre lo que tú quieras (como hago yo con esta columna, ejercicio divertidísimo con el que ya llevo un par de añitos), te tienes que dejar guiar por las señales. El momento de ponerte a teclear puede ser un poco rememorar qué te ha impactado durante la semana, qué te ha hablado y cómo el conjunto de esas cuestiones puede convertirse en una especie de mensaje que te has dado a ti misma. Es ir rescatando las reflexiones que la vida te pone delante, reflexiones que quizá dejarías pasar de otra manera (a no ser que tengas un cerebro rumiante como el mío, cosa que entiendo que va muy ligada a la necesidad de la escritura, así que lo mismo es) y agarras por los pelos desesperada chillándoles «denme algo con sentido» y de pronto, el sentido: significaba.
Yo esta semana de octubre, principios de frío ya, gripe incipiente, contractura en el cuello de la que me voy recuperando, he estado almacenándome dentro muchos contenidos relacionados con esa idea de que el precio a pagar por la comunidad es la incomodidad. Odio hablar de esto en términos de intercambio capitalista, me encantaría que la frase me hubiera llegado en unos términos distintos a los de «precio» y «pagar», pero la idea de fondo es tan preciosa que la he acabado viendo en todas partes. Incluso en un artículo que no pude leer por falta de suscripción. Debo decir que a veces me vuelvo un poco adicta a imaginarme los textos, las películas, y a los lugares a los que esos cachitos accesibles, no enteros, me llevan. En un episodio podcast Tema libre de la editorial Anagrama, les escritores Irene Solá y Alejandro Zambra hablan sobre los títulos, y se refieren brevemente a ese momento en el que, al leer el título de un libro, te imaginas cómo va a ser. Y luego lo lees y te decepcionas. No por nada, sino porque no coincide con lo que te habías armado tú sola, y, lejos de considerar esa asimetría como un criterio desde el que valorar la obra, quizá habría que empezar a valorar nuestra expectativa como una especie de creación blanda nuestra que dice cosas de nosotres, no del libro.
Eso con lo que nos llega, piecitas, con la movida de ese artículo que decía, algo sobre un hombre al que se le ha dado el título de «la persona más feliz del mundo» y el hecho de que esa persona haya dedicado toda su vida a pensar en sí mismo y no en les demás. Imagino que el texto reflexionaba sobre el hecho de que las vidas orientadas a lo comunitario generan más sufrimientos. Más estreses. Más estar cerca de las injusticias y. Más esfuerzos. Más llevar el peso de algo ajeno sobre los hombros propios y tener que sostenerlo haciendo equilibrio (cuántas contracturas, cuántas). Más que te importe algo y que esa importancia te lleve a ser vulnerable ante ello. No sé. Me parece un enfoque curioso. La felicidad pura, inalterable, quizá es una especie de ceguera o quizá no es lo mejor que podríamos ser y hacer en este mundo. Tal vez lo que tiene más sentido es entregarnos a ensuciar esa felicidad por les demás, con les demás.
Yo sufro mucho pensando en las muertes futuras de mis seres queridos. Sufro por ello desde que descubrí que iba a pasar, siendo muy pequeña. Es una especie de nube infantil (infantil porque surgió en la infancia, y la sensación se mantiene un poco inalterada) que me sube por la barriga de vez en cuando y me ata un nudo en la garganta peor que los que nunca aprendí a hacer en Educación Física. Es horrible, la verdad. Y es peor cuanto más unida estoy a la gente por la que temo. En las épocas de más mimosería, de más felicidad, crece y crece. A veces, por supuesto, me aparece una tentación muy clara: si, al sentir dolor, la prioridad es dejar de sentir dolor, lo más efectivo sería apartarme un poco y no implicarme tanto con esas personas y reducir el sufrimiento futuro y presente con una distancia cómoda. Con un «no me toques mucho». Con un «yo estoy sola en esto».
Es absurdo, ¿no? Si la felicidad es funcional y no sufrida, supongo que sería así más feliz. Sin embargo, si la felicidad es experimentar con la mayor apertura y la mayor dicha las cosas hermosas de la vida, entonces qué me depararía ese retiro evitativo de mierda. Nada bueno. Creo que lo mismo sucede con esa existencia feliz pero no comunitaria: quizá los temblores llevan consigo una mayor plenitud y, sobre todo, una mayor contribución, sentido. Quizá tienen que ver con estar dando de ti para que otres puedan vivir mejor.
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