Además de un hecho abominable totalmente entendido como es el exterminio israelí en Gaza, hay otros que sigan sin aceptarse o entenderse pero que resumen la desconexión con la realidad que lleva a más de uno a tomar partido en el conflicto de Palestina. No me refiero ya a la masacre por parte de Hamás que condujo a la ofensiva de Netanyahu, hablo del peso de los muertos sin sepultura que está a punto de hacer colapsar el alto el fuego y la paz prendida con alfileres, suscrita por Israel y la propia organización terrorista.
Hamás no sólo ha tomado rehenes, está reteniendo también los cuerpos de algunos de los que perecieron durante el cautiverio. Lo mismo que existe un cálculo político en la utilización de la palabra genocidio, hay igualmente una herida que atraviesa la cultura, la religión y la memoria judía. En Israel, la muerte no se concibe sin entierro. No entregar los cadáveres equivale a prolongar el conflicto más allá de la vida. El judaísmo —y con él, gran parte de la identidad israelí— otorga al cuerpo del muerto una dignidad sagrada. La ley religiosa ordena sepultar lo antes posible. Al fallecido se le vela, se le acompaña y custodia. Es una manera de afirmar que el muerto sigue conservando un lugar en este mundo. Para las familias de los rehenes, cada día sin entierro son veinticuatro horas suspendidas en el aire. El duelo no comienza y la historia no se cierra. Retener un cuerpo es cortocircuitar el alma de una nación. Nada es sencillo en Gaza, donde hay ruinas, túneles, cuerpos enterrados bajo toneladas de escombros, combatientes que han muerto sin dejar rastro. Cierto, pero también lo es la tardanza, opacidad y negativa de Hamás a reconocer el destino de los rehenes muertos, como parte de su estrategia. Pinta mal.
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