Con la muerte termina la vida y con la paz acaba la guerra. Así de tajante. La muerte no tiene solución. La paz da paso a una continuidad y por eso se la adjetiva con deseos: paz firme, paz justa, paz duradera…
En Oriente Medio hay una guerra crónica con episodios agudos. El último, una matanza realizada por un estado democrático gobernado por ultraderechistas que multiplicó por 60 el balance de una carnicería perpetrada por un grupo terrorista fanático del Islam. Ayer se estrenó una paz que celebraron Estados Unidos, Naciones Unidas y un montón de países de aquí y de allá y que trae de regalo la liberación de rehenes y presos.
La aceptación con gesto sincero del plan de paz que se celebra en la ciudad egipcia de Sharm el Sheij desciende matrilinealmente de la necesidad de terminar con una guerra implacable en su misión y meticulosa en sus métodos para dañar lo más posible, con ferocidad de alta precisión y una deshumanización sostenida firmemente durante dos años seguidos con todos sus días y sus noches. Esa aceptación de la paz con plan desciende, por línea bastarda, de la confirmación nítida de que no hay más poder que el de la fuerza como festeja con ostentosa victoria el ególatra Donald Trump para certificar un nuevo orden internacional sin disimulos. El pacificador es cómplice por acción y omisión y los demás acuden a celebrar que pare la muerte y siga la vida y empiece la paz donde acaba la guerra.
La solución de la paz, si alcanza a serlo para resultar duradera, viene precipitada por la urgencia de buena voluntad de que se dejara de disparar sobre familias en fuga, de saciar de hambre y sed a civiles, de derribar hospitales atestados de heridos y enfermos, de demoler edificios y de moler escombros. No se podía hacer más, por diferentes motivos que vienen al caso: la debilidad y su miedo asociado.
Como hoy toca paz, tenemos que quedar otro día para el juicio, valoración, persecución y castigo de los principales responsables de este episodios de vergüenza para la civilización.
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