¡Parece que la deriva sanchista, junto a la inmigración y algunos brotes radicales en cierto feminismo han vuelto a disparar las intenciones de voto de la ultraderecha en este país. Una derecha nacionalista española, tan desacomplejada en el caso de Vox, que no tiene inconveniente en ausentarse de los actos de la Fiesta Nacional, que reúne los símbolos de la nación española.
La lectura, hoy igual que ayer, sigue siendo la misma. Cada vez que el partido de Abascal levanta unos puntos en los sondeos, el Gobierno se frota las manos. Es el espantajo perfecto que permite a Sánchez agitar el miedo a la derecha montaraz. Y puede que funcione; no es que el PSOE suba en las previsiones pero su principal adversario, el Partido Popular, se estanca o baja. No hay mejor combustible para la maquinaria socialista que la amenaza de un regreso al pasado, aunque el pasado se conjugue de un modo tramposo convenientemente amplificado por Moncloa.
El fenómeno guarda algo de simbiosis política. Vox necesita al sanchismo para mantener su relato de resistencia frente al consenso progre; y el presidente del Gobierno necesita a Vox para presentarse como un dique ante la barbarie, sin necesidad de tener que justificar que él ha blanqueado a Bildu, los herederos de ETA. Abascal grita «¡España se rompe!», Sánchez responde «¡qué viene la ultraderecha!»; ambos sobreviven a costa de un electorado fatigado y reducido a espectador de un teatro binario donde la política pasa a ser una función escénica. Los socialistas, ante la posibilidad de no volver a revalidar el pacto traumático de esta legislatura, han convertido a su adversario más conveniente en socio involuntario. Paradójicamente la bestia que asusta a la izquierda es la misma que mantiene vivas las esperanzas de Sánchez de una derecha fracturada y de un electorado dividido. El PP merece análisis aparte.
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