Estamos en la era más conectada de la historia, jamás fue tan fácil recibir información, enviar mensajes, recordemos el esfuerzo que tuvo que hacer el soldado Filípides en el siglo IV a. J.C., cuando tuvo que correr más de cuarenta kilómetros, desde Maratón a Atenas, para dar la noticia de que el ejército ateniense había vencido a los persas. Hoy podemos conocer y ver cualquier acontecimiento en tiempo real o compartir una situación con otras personas en el instante en que sucede. Sin embargo, ante tanta hiperconectividad aparece un fenómeno, sigiloso, preocupante, la soledad digital, que surge paradójicamente no por falta de comunicación sino por la fuerza y la deshumanización de la interacción tecnológica. Internet, las redes sociales, los dispositivos móviles, se introdujeron con gran rapidez por su idoneidad para eliminar barreras geográficas y dificultades en la comunicación, -ventajas muy útiles el mundo de las empresas y de los negocios-, pero han acabado siendo nocivas en el ámbito personal, en las relaciones sociales y familiares. La rapidez y la fácil accesibilidad en las relaciones están cambiando el vínculo humano. La inmediatez obliga a que las comunicaciones sean cortas y superficiales, la gente por esta vía difícilmente puede mantener conversaciones profundas.
Sentarse ante una pantalla del ordenador, tableta o móvil, estar conectados, supone encontrarse solo ante la «máquina», acoplados a ella, pero anímicamente desconectado, se está en el mundo, y a la vez ausente. En este escenario de soledad los jóvenes viven en un entorno dominado por las pantallas, se encuentran alejados de un mundo que fuera también existe. Hablamos de una generación muy conectada, pero a la vez muy solitaria. Eso también afecta a los adultos, unos padres que permiten con su ejemplo y su tolerancia un exceso de conexión a los hijos, el uso permanente de estas tecnologías, estar permanente en línea, en el desayuno, en la comida, en la cena, en la cama, días laborables y, festivos, supuestamente días «familiares». El mal ejemplo y la pasividad conducen a que la generación actual, -padres e hijos-, sea la más solitaria y a la vez la más conectada de la historia. La hiperconexión impulsa a unas relaciones superficiales, en las que se prioriza el número de comunicados antes que la solidez de los vínculos. En el mundo de la empresa se sustituyen las reuniones presenciales por conexiones telemáticas, en las que se pierde el contacto humano. Hay que ser conscientes que los dispositivos digitales generan dependencia, aislamiento y la pérdida de habilidad de relación.
El contacto humano es esencial para la convivencia y va más allá del contacto físico, es esencial para el bienestar emocional. Harry Harlow, psicólogo estadounidense (Iowa,1905-1981), profesor en la Universidad de Wisconsin, experimentó con monos y llegó a la conclusión de que los primates priorizan la reunión con otros congéneres antes que el proveerse de alimento. Harlow propugnaba el compañerismo y el cultivo de la amistad, García Márquez en su novela Cien años de Soledad, subraya las consecuencias del aislamiento de las personas. Antoine de Saint-Exupery, Conde de Exupery, novelista, (Marsella 1944) autor entre otros del libro Le Petite Prince, novela que a pesar de tener un título algo cursi, profundiza en la naturaleza humana y en la necesidad de afecto y cercanía. Cuando publicó el libro en Francia fue la novela más leída aquel año, se tradujo a 250 idiomas y se han vendido más de 140 millones de ejemplares. En esa novela el personaje principal escribe a su amada: «Si sé que vas a venir a verme a las a la cuatro de la tarde, a las tres empezaré a ser feliz».
La tecnología nos da unas herramientas formidables, pero al mismo tiempo nos enfrenta a un desafío, el no perder la relación personal. La soledad es la consecuencia del alejamiento digital. El contacto humano no debería ser un lujo, sino una necesidad, recuperar la relación habría de ser el propósito de resistencia frente al aislamiento que supone el mundo digital.
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