Tárrega, dolido, tras el segundo tanto del Girona / LaLiga
No, no me he equivocado al escribir el titular, simplemente este Valencia CF en lugar jugar en Girona debería haberlo hacerlo en ‘chirona’, porque su fútbol es de cárcel. El equipo volvió a reincidir y mostrar en Montilivi la peor de sus caras. La derrota por 2-1 ante el Girona, hasta el sábado colista de la categoría, no solo deja tres puntos más por el camino, sino una sensación de vacío, de descomposición futbolística y emocional que preocupa más allá del resultado. Porque no es palmar, sino cómo palmas, volviendo a dejar tras de sí la escena del crimen: un césped lleno de huellas de desgana, un vestuario sin autoridad y una afición que ya no sabe si es víctima o verdugo con las ganas de querer acabar con todo esto.
El equipo fue un reflejo de su confusión. Se vio un conjunto sin convicción, sin intensidad y sin liderazgo dentro del campo. Cada balón dividido era del Girona, cada acción de esfuerzo parecía una montaña para un Valencia incapaz de reaccionar ante el ritmo de un rival que simplemente creyó más. Y, cuando consiguió reaccionar, le duró menos que una libertad condicional. El contraste entre la fe del colista y la apatía de un club histórico resultó tan evidente como doloroso.
El Girona, colista hasta el sábado -no lo olvidemos-, hizo de juez y verdugo. Los de Míchel fueron todo lo que el Valencia no fue: intensos, comprometidos, creyentes…a pesar de las numerosas bajas. Mientras ellos peleaban cada balón como si les fuera la libertad, los nuestros se limitaban a cumplir trámite, mirando el reloj y esperando que la sentencia pasara rápido. No podemos hablar de suerte cuando siempre te condenan las mismas acciones –casi siempre a balón parado-.
Pero el problema no se queda en la hierba. Hay una desconexión evidente entre el cuerpo técnico y la plantilla. Los jugadores no interpretan —o directamente no creen— en los planteamientos de Corberán. Su propuesta, rígida y teórica, se estrella semana tras semana contra la realidad de un equipo que no sabe a qué juega. La sensación es que el entrenador ha perdido el control del vestuario, incapaz de motivar ni de transmitir una idea reconocible. En el fútbol, cuando el mensaje no llega, el grupo se apaga. Y eso es exactamente lo que le está pasando al Valencia.
Además, falta actitud, algo imperdonable en un club que ha hecho de la entrega su seña de identidad durante décadas. Los errores técnicos pueden admitirse; la falta de compromiso, no. Hoy el aficionado ve un equipo distante, que baja los brazos demasiado pronto, que no se deja la piel ni cuando el partido lo exige y que encima se queja. Y eso, en Mestalla o fuera, es una traición a la historia reciente del club.
Una idea futbolística
Corberán, que siempre ha sido preso de su idea futbolística, sigue intentando imponer orden con discursos técnicos que suenan a interrogatorio más que a motivación. El vestuario, agotado o desconectado, ya no responde. Cuando un grupo no cree en su guardián, el motín está cerca. Y hoy, en Girona, el motín fue silencioso: una rebelión pasiva, sin correr, sin competir, sin ganas. Me da miedo, mucho miedo.
El Valencia necesita un golpe de realidad. O Corberán encuentra la manera de reconectar con el vestuario y recuperar el espíritu competitivo, o su proyecto se hundirá antes de haber empezado realmente. Porque sin intensidad, sin identidad y sin unión, este equipo no va a ninguna parte. El resultado no sorprende, solo confirma la sentencia: este Valencia está preso de su propia mediocridad. Sin actitud, sin alma y sin un alcaide que –por mucho que hable hoy- imponga su criterio de autoridad, el equipo sigue cumpliendo partidos como quien marca días en la pared de su celda. La única salida posible es recuperar la dignidad… o seguir cumpliendo condena en los puestos bajos de la tabla, donde el castigo es eterno y la redención parece cada vez más lejana.