El laberinto de la inmigración
La perplejidad es un estado de ánimo que paraliza el juicio y deja la mirada suspendida. Surge ante hechos que conmocionan, y ninguno sacude hoy más que la inmigración: convertida en el eje de la agenda política, es ya el mayor desafío de Occidente. Un laberinto que inquieta a ciudadanos, incomoda a gobiernos y erosiona la confianza en instituciones.
El abismo abierto entre el discurso oficial y la percepción social ha alimentado el populismo que desangra a los partidos conservadores europeos.
Un eje electoral ineludible
En toda Europa crece el discurso de la mano dura frente a la ilegalidad. España ofrece una radiografía terminante: 8,5 millones de residentes nacidos fuera; 6,3 con nacionalidad extranjera; 2,2 millones sin empleo; apenas 1,8 millones de cotizantes. Conclusión: siete de cada diez no contribuyen.
La mayoría social no rechaza la inmigración en sí, sino el descontrol: llegadas masivas sin documentación fiable, centros de acogida saturados, caos administrativo.
¿Estamos en condiciones de acoger migrantes «a pajera abierta»? Rotundamente no. Los compromisos asumidos resultan casi imposibles de cumplir: conducen al migrante a la marginalidad y a la sociedad a la xenofobia. La alternativa es recuperar la soberanía: decidir quién entra y en qué condiciones.
Menores no acompañados
En un Estado de derecho, cumplir la ley, no es una opción, es un deber. La tutela de los menas constituye una obligación internacional suscrita por España. Pero esos tratados no preveían avalanchas alentadas por la laxitud legal.
Los acuerdos también contemplaban la reagrupación familiar, pero ni los países de origen los reciben ni sus familias los quieren de vuelta. Son precisamente quienes los envían.
La percepción de que quienes afirman ser menores –en ocasiones, con una edad real indeterminada– se convierte en moneda de cambio parlamentaria y agrava el malestar ciudadano que asocia inmigración irregular con inseguridad. Lo obvio sería implantar un registro completo de cada migrante –edad, origen, capacitación, destino–, sin el cual no existe política posible.
Las comunidades autónomas carecen de infraestructuras y de recursos económicos para atenderlos. De ahí la utilidad de centralizar competencias en el Estado.
Subsidios y efecto llamada
El Ingreso Mínimo Vital alcanza a más de dos millones de beneficiarios, pero carece de un seguimiento eficaz. Concedido sin programas de inserción, corre el riesgo de convertirse en incentivo para la inactividad.
La alternativa pasa por reservarlo a residentes de larga duración y ligarlo a la búsqueda activa de empleo. Lo razonable: reforzar fronteras, expulsar delincuentes, exigir contrato de trabajo como base de residencia e impulsar la autosuficiencia del migrante.
Lo contrario es consolidar la imagen de España como país de subsidios fáciles: las «paguitas» actúan como efecto llamada y los móviles de última generación que portan migrantes descalzos, simbolizan la imposibilidad de resignarse a la miseria.
Estado de bienestar y costes
La inmigración no puede analizarse al margen del Estado de bienestar. Por un lado, los nacionales subsidiados rehuyen trabajos que sí realizan los inmigrantes. Por otro, los servicios que consumen superan en muchos casos lo que aportan en cotizaciones.
Con un sistema social voluminoso y un número de contribuyentes exiguo, la inmigración se convierte en carga estructural. Si el bienestar no fuera tan munífico, la llegada se autorregularía con la oferta y la demanda. Quedaría, entonces, el reto de la integración cultural.
Ausencia de política
Mientras la UE sigue sin política común –aguardar a que la encuentre es como esperar lluvia en el desierto– el Gobierno, atrapado por la aritmética parlamentaria, evita el debate de fondo, no fija rumbo y prefiere acusar de xenofobia a la oposición que titubea.
Mientras tanto, insiste en que la inmigración es necesaria para sostener pensiones y mercado laboral en pleno invierno demográfico.
El resultado es improvisación, parálisis y un marco legal incapaz de responder a la magnitud del fenómeno.
Perplejidad o decisión
La inmigración es ya el mayor problema –sin solución sencilla– de Occidente. Afrontarlo exige una política de Estado que combine realismo y humanitarismo, sin ingenuidad ni demagogia.
La cristalización progresiva de la incertidumbre, que define nuestro tiempo, refleja el ánimo de sociedades temerosas del futuro, desconfiadas del presente y divididas sobre la respuesta.
Tememos lo que vendrá, nos defendemos antes de que ocurra y terminamos paralizados. Pero permanecer instalados en la perplejidad equivale a renunciar a decidir, atrapados en un laberinto del que solo se sale con política y coraje.