Catar es el gran vencedor del acuerdo de paz que lo protege de Netanyahu

El 9 de septiembre, Benjamin Netanyahu cruzó una línea más importante en términos geopolíticos que cualquiera que hubiera traspasado antes. Su ataque a una delegación de Hamás en Doha, capital de Catar, fue probablemente el mayor error diplomático de estos dos años de guerra. No solo no consiguió su objetivo de acabar con los altos mandos de la banda terrorista, sino que osó violar el espacio aéreo del mayor aliado estadounidense en el mundo árabe y mató a un ciudadano catarí.

El enfado en la Casa Blanca fue colosal.

La relación entre Donald Trump y Netanyahu es difícil de entender: de cara al público, todo son parabienes y halagos; de puertas para adentro, la cosa es muy diferente. El primer ministro israelí se siente cómodo con el presidente estadounidense, pero a la vez teme que su inmensa popularidad en el Estado hebreo se lleve por delante la autonomía de la que siempre ha presumido frente a Washington.

Por su parte, Trump sabe que Israel es su gran socio, sobre todo frente a Irán, pero no soporta la terquedad de Netanyahu y su manía de hacer las cosas siempre a su manera.

Aquel día, el líder del Likud puso a su aliado en una difícil tesitura: apoyar de nuevo sus acciones militares contra Hamás… o ponerse del lado del amigo árabe, socio de negocios y pieza clave en el tablero negociador.

Trump eligió lo segundo. Afeó en público el gesto de Israel, prometió a Catar que no volvería a suceder como si hablara desde Tel Aviv, y este miércoles firmó una orden ejecutiva por la que consideraba cualquier ataque a Catar como un ataque a los intereses de seguridad estadounidenses. El Emirato quedaba así protegido oficialmente por la primera potencia mundial.

Disculpas al emir y aceptación del plan de paz

Más caro aún ha sido el precio a pagar en privado. Según afirma el portal de noticias Axios, Netanyahu no estaba nada convencido del plan de paz de Trump, básicamente porque le parecía que daba pie a un posible Estado palestino en algún momento del futuro y porque descartaba la anexión de un territorio que sus socios de gobierno consideran como propio.

Aparte, el primer ministro cree que, cuanto más se prolongue la situación, más margen habrá para seguir ganando terreno en Cisjordania y fortalecer así su posición negociadora frente a la Autoridad Palestina.

Sin embargo, Trump no dio margen a matices. Aprovechando la visita de todos los líderes mundiales a Estados Unidos con motivo de la Asamblea General de la ONU, se reunió en la Casa Blanca con Netanyahu y le dejó claras dos cosas: que tenía que disculparse con Tamim bin Hamad Al Thani, el emir de Catar —lo hizo vía telefónica desde el propio Despacho Oval—, y que tenía que mostrar su apoyo sin fisuras al plan de paz. A cambio, Trump se comprometía a mirar para otro lado en Gaza si Hamás rechazaba también esta propuesta.

A la hora de elegir entre sus dos socios, Trump se había decantado por el árabe, algo tremendamente inusual en la política exterior estadounidense y que, sin duda, habrá levantado ampollas en Israel. Catar salía triunfador del envite y Doha se convertía de nuevo en la sede de las negociaciones.

A nadie le importa ya su colaboracionismo económico con Hamás en el pasado ni que acogiera como refugiados políticos a los líderes terroristas. Agua pasada no mueve molinos.

De paria a pieza clave

Puede que Catar nunca tenga la importancia política ni cultural dentro del mundo árabe que tiene Arabia Saudí, pero la relación de Trump tanto con Al Thani como con Mohamed bin Salmán es magnífica. No en vano, su primer viaje oficial en este segundo mandato fue a Oriente Próximo, donde se vio tratado como un rey y de donde volvió absolutamente deleitado.

La idea, sin duda, es sumar en cuanto se pueda a los dos países a los Acuerdos de Abraham y esa es otra zanahoria que puede ofrecer a Netanyahu: si Arabia Saudí establece relaciones diplomáticas con Israel, la permanencia pacífica del Estado hebreo está casi asegurada.

En cuanto a Catar, lejos quedan las sospechas pasadas y las reticencias del mundo árabe por lo que consideraban una relación demasiado estrecha con el régimen chií de Irán.

Los líderes de la región acudieron en masa a Doha después de los ataques israelíes para mostrar su respaldo al emirato, y la relación entre MBS y Al Thani pasa por sus mejores momentos históricos, ambos volcados en occidentalizar sus países acogiendo eventos deportivos, culturales y políticos de primera magnitud. Incluso el mayor medio árabe de comunicación, la cadena de televisión Al Jazeera, es catarí.

El gesto de Trump deja a Catar como mediador privilegiado en una disputa en la que, irónicamente, ha formado parte activa desde hace años junto a Turquía.

Egipto y Arabia Saudí quedan de momento en un segundo plano respecto a la cuestión palestina, mientras que en Israel muchos ven con espanto que un país que siempre ha optado por la línea dura en su islamismo —incluso los talibanes pasaron años en Doha, hasta que pudieron retomar el gobierno de Afganistán— sea tan amigo de Estados Unidos.

Aunque, tal vez, querrá pensar Netanyahu, precisamente esa misma amistad y la garantía que supone el empeño de Trump por ganar el Premio Nobel de la Paz como sea, sirva para moderar a los cataríes.

Israel ha sometido por la fuerza a Irán, Líbano y Siria, pero no puede hacerlo con Turquía, al ser país OTAN, por mucho que armara y financiara a Hamás en el pasado, ni podrá hacerlo con Catar. La única solución posible es confiar. En Tel Aviv creen que Hamás dirá que no a la propuesta de paz y que eso devolverá a Trump a sus tesis. Es probable que no se equivoquen.

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