Si hubiera necesidad de creerla se podría decir que María Jesús Montero es una autora sin suerte. Cada año que pasa, y según ella misma insiste, está a punto de concluir unos Presupuestos Generales del Estado que el Gobierno no tiene pensado publicar porque no los aprobarían siquiera sus socios de investidura. Tampoco lo sabe ya que se niega a presentarlos a sus señorías incumpliendo sistemáticamente una obligación constitucional, y porque el Parlamento parece importarle un pimiento. A la presidenta del Congreso, Francina Armengol, puede que le importe aún menos salvo, como recalca la oposición, para permitirse el capricho de bloquear leyes aprobadas en el Senado.
El Gobierno, entretanto, opta nuevamente por la comodidad de la prórroga, ese mecanismo que convierte la política económica en un algo ya visto presupuestario. Ha conseguido que el tiempo sea circular; el aplazamiento de las cuentas se traduce en la verdadera política económica. Menos esfuerzo, menos desgaste y más relato. Este Gobierno se ha autoproclamado progresista y España progresa en la vanguardia de la inmovilidad. Los Presupuestos, si es que se elaboran y hay que hacerle caso a María Jesús Montero, duermen en un cajón, cada vez más perfectos en su inutilidad, como si fueran reliquias de un Estado que ya solo se entretiene en simular que funciona.
Muchos nos hemos preguntado más de una vez qué sentido tiene mantener un Ejecutivo que es incapaz de disponer en toda la legislatura del principal instrumento de la gobernación. Menos que ninguno, pienso. Pero habría que trasladarles la pregunta a Pedro Sánchez y a sus socios de la izquierda disociada. Al menos, uno de ellos, Jorge Pueyo, diputado de la Chunta, se ha atrevido a romper el tabú y pedirle al Presidente que convoque elecciones, exactamente lo que reclama en Aragón, donde gobierna el Partido Popular. Congruencia, se llama.
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