El sociólogo Douglas Massey, premio Princesa de Ciencias Sociales, advierte que la propagación de las dictaduras es “posible y cada vez más probable”. Un aviso que, leído desde la realidad que nos ocupa y nos preocupa, suena menos a profecía apocalíptica que a espejo incómodo: la polarización ya no es ruido de fondo, sino la banda sonora del día.
La discrepancia, eslabón que fortalece la cadena democrática, se ha convertido en un combate de gladiadores. Cada bloque acusa al contrario de poner dinamita en los basamentos del sistema mientras proclama, con gesto solemne, ser el último bastión de las libertades. “O yo o el hombre del saco”, advierte Sánchez. “O yo o el caos”, responde Feijóo. El resultado de este juego de tronos a puñaladas es un país donde se confunde adversario con enemigo, debate con linchamiento y crítica con descalificación. En medio del griterío, las instituciones que sostienen la convivencia se debilitan, abriendo la puerta a chalanes y chamarileros que ofrecen mágico crecepelo para sanar tanta calvicie.
El espectáculo es rentable para quienes viven del enfrentamiento sin caer en la cuenta de que la factura la abona la democracia, que se desgasta lentamente, como un edificio que nadie repara porque todos están ocupados en apuntar a las grietas en la casa del vecino.
Mientras ciudadanos y partidos se acusan mutuamente de fascistas o bolivarianos, corremos el riesgo de empujar todos juntos el péndulo en una sola dirección: la que conduce de la crispación al autoritarismo. Y cuando eso ocurra, ya no habrá sarcasmo capaz de salvarnos de la broma más cruel: haber destruido la democracia en nombre de salvarla. Así que seguid polarizando, capullos.