El camaleón tiene la capacidad de mover los ojos de manera independiente y en 360 grados. Esta es una habilidad que deberíamos poder desarrollar en este nuevo curso político: un ojo puesto en el estado y otro en la autonomía. La política multinivel nos obliga a prestar atención a Cataluña y los vaivenes de Junts –intereses económicos con posición de privilegio en España, o demandas independentistas y pugna con la extrema derecha catalana, esa es su cuestión–; a las elecciones de marzo en Castilla y León –previsible vuelco electoral–; y de junio en Andalucía. Sí, han pasado ya casi cuatro años desde que la extrema derecha campa institucionalmente a sus anchas. Con siglas propias, claro. La incurrencia electoral de estos territorios nos afectará en tanto que el gobierno valenciano está subordinado al PP de Feijoo. O de Ayuso, tampoco está muy claro. También influirá la nueva fase del gobierno estatal con Sánchez como referente internacional. Todo ello podría traducirse en movimientos de conquista en el espectro de la derecha, combinados con arremetidas para producir abstención en el electorado de centro e izquierda.
En todo caso, el signo que caracteriza el actual Consell es la ausencia de proyecto propio más allá de la apuesta por la eterna sociedad de servicios -comparte raíz etimológica con servicial, de servidumbre- iniciada en los 90. Sin proyecto, no existe brújula; ni de gestión ni moral. «Enhorabuena al pueblo de Gaza por recibir 24 millones en ayudas directa», dijo el president, con todo el cinismo del que es capaz un represente político. En los Premios de Cámara València tampoco se sonrojó. Tal vez, lo que ocurre es que esa brújula moral esté escacharrada y solo marque poniente. Por ello, el gobierno valenciano va en el grupo de los rezagados en denunciar el exterminio del pueblo gazatí. El abismo entre la sociedad valenciana que sale a gritar por la justicia y solidaridad con Palestina y su gobierno, cada vez se acentúa más.
A la supeditación a poniente se suma la sujeción a la extrema derecha. La dependencia parlamentaria y gubernamental está marcando la legislatura. En apenas dos años, hemos pasado de aquellos análisis sobre la posible fagocitación del grande al chico, como ocurrió en los 90, a dudar de la capacidad real de imponer su agenda propia frente a los extremistas. Que el gobierno se encuentra excesivamente cómodo con gran parte de las presiones que recibe desde la derecha de su derecha, es evidente. Para muestra, el reciente ondeo de las banderas de la lengua y de las señas de identidad durante el Debate de Política General. Solo nos queda la del conflicto por el agua y ya estarían lo estandartes tradicionales para opacar la gestión. No obstante, que hay sectores conservadores demócratas incómodos por la narrativa y por la pérdida de poder, también es una realidad. El posible reparto de poder en 2027 se augura como una batalla campal.
En todo caso, vamos a seguir viviendo en la anomalía política, esa en la que la mayor institución de nuestro autogobierno no puede ejercer sus funciones de representación porque, allá donde va, le acompañan murmullos, reproches y algún improperio. Tanto da si es espacio público, como si son eventos privados. Le perseguirán ahora y en el futuro, porque no ha mostrado públicamente un ápice de arrepentimiento, de compasión, ni siquiera de comprensión. Parece no haber entendido, ni él ni quienes tratan de protegerle ni los que ya empiezan a bajarse del barco, que esto va de la dignidad de las víctimas y sus familias, de la cuestión moral de un pueblo.
El actual Consell, además, ostenta el récord de velocidad en dividirnos. Ni Zaplana ni Rita, en el caso de València, lo consiguieron en su primera legislatura. Una división a todas luces, la evidente, la del murmullo, la ideológica; pero también la discreta, la que se produce en los mentideros de la ciudad; la que atañe al asociacionismo de todo calado; o la producida por los repartos particularísimos de subvenciones o del pastel de la reconstrucción. En todas ellas, la histórica línea Biar-Busot emerge con inusitado protagonismo. Del «coser» el territorio de hace unos años a la indiscreta fractura actual.
En diciembre de 2023, recién llegado a la Presidència, a uno de cada cuatro habitantes del País Valenciano Mazón no le inspiraba ninguna confianza. De hecho, al 57 % le inspiraba poca o ninguna. Dos años después, no sabemos qué inspira porque no disponemos de estudios sociológicos propios –anhelado CIS valenciano– que radiografíen las percepciones o valoraciones de quienes vivimos aquí. Las encuestas públicas, más allá de las cocinas, nos permiten conocer mejor a la ciudadanía. En una sociedad compleja, no disponer de datos es una temeridad. Algo así como gobernar a brocha gorda, sin matices, con los ojos cerrados ante la realidad. De lo que sí disponemos es de una encuesta del CIS, publicada en marzo de 2025, en la que el 80 % de la muestra valenciana decía querer cambiar a su presidente. Por ahora, la voluntad ciudadana ha caído en saco roto.
El curso político 2025-2026 estará marcado por cuestiones de profundidad democrática. Dispondremos de datos de mejor calidad sobre la gestión de la dana y su impacto en la sociedad valenciana, especialmente la metropolitana. La evaluación como herramienta técnica y política debe ser parte sustancial de la brújula de gestión, tanto para la administración valenciana como para la ciudadanía. La excepcionalidad no exime de la rendición de cuentas y la responsabilidad pública. Como tampoco excusa la falta de entendimiento institucional. De igual manera, las resistencias democráticas ante la pérdida de servicios y/o de derechos marcarán los próximos meses y años. El distanciamiento entre gobierno y ciudadanía conduce a una mayor contestación allá donde se consigna la protesta, en el espacio público. El lugar donde se dirimen las cuestiones colectivas y la gestión de los conflictos. De eso trata la democracia. Y si ésta se pierde día a día, nuestra responsabilidad es, necesariamente, defenderla día a día.