Las mujeres en riesgo de muerte por parte de sus exparejas merecen algo más que unas disculpas tardías e insuficientes de la delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, Carmen Martínez Perza. La negativa a asumir responsabilidades por parte de la ministra de Igualdad, Ana Redondo, en la crisis de las pulseras antimaltrato es tan inadmisible como la opacidad inicial sobre los fallos y la minimización de los mismos una vez se hicieron públicos. Todo ello constituye una afrenta a las víctimas, impropia de un Ejecutivo que ha hecho bandera de la igualdad y de las políticas feministas. Lo mismo puede decirse de la eurodiputada de Podemos Irene Montero, exministra de Igualdad y madre de la reforma de las pulseras. Su negacionismo sobre los fallos del sistema sonroja y no encaja en una feminista de postín. Qué distinta habría su reacción si los casos hubieran estallado con un Gobierno de derechas.
Que de entre los 30 millones de geolocalizaciones que se producen al día en España «solo» haya habido 120 incidencias no es para sacar pecho. Lo sabe bien una mujer de poco más de 30 años, de Zamora, que hace dos semanas se encontró de frente con su maltratador. El dispositivo que llevaba y que le cambiaron en diciembre de 2024 no emitió señal alguna, a pesar del incumplimiento flagrante de la orden de alejamiento. Tuvo que esconderse en una tienda y llamar a la policía.
Casos como este, que van conociéndose con cuentagotas –a pesar del miedo de las víctimas–, ponen en evidencia a la ministra de Igualdad, reprobada esta semana por el Congreso. Su continuidad en el Gobierno es indefendible, sobre todo cuando este tiene ante sí el reto hercúleo de mejorar el sistema de protección a las víctimas en su conjunto. Este falla en uno de cada tres feminicidios en España y sus grietas se han evidenciado con la crisis de las pulseras, como explica Patricia Martín. Reforzarlo es urgente y obliga a una reflexión que no puede estar en manos de una ministra cuya credibilidad ha quedado en entredicho.
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