Excelente concierto el de The Offspring este viernes en Madrid. Pero en ninguno de los 13.000 asistentes quedará grabado en la memoria con tanta intensidad como en ese niño de unos diez o doce años que estuvo a hombros de su padre en pleno pogo durante todo el concierto. La sonrisa de oreja a oreja, zarandeado sin parar en medio de un mar de camisetas negras sudadas. ¿Irresponsabilidad? Sí. ¿Épica? También. La antorcha del punk queda así, en este acto simbólico, oficialmente traspasada a las nuevas generaciones.
Era el primer concierto de la gira europea de la mítica banda californiana. En el palacio de Vistalegre jugaba como local más que como visitante, visto el fervor del público, entregadísimo desde el minuto cero y cantando todas las canciones, de pe a pa y bien entonadas.
Lo dijo Noodles, el guitarrista principal: «Sois buenos cantantes y unos crazy motherfuckers«. De hecho, la banda se deshizo en elogios hacia el público madrileño —ese cliché de la «pasión» ibérica— en repetidas ocasiones. Este sábado tendrán su oportunidad los fans que acudan al concierto del pabellón olímpico de Badalona.
Dexter Holland y los suyos saben que su repertorio ha ido languideciendo con los años, del punk crudo y armónicamente interesante de sus primeros trabajos —con Smash, Ixnay on the Hombre y Americana como obras cumbre— a las melodías insulsas y la falta de fuelle de la segunda mitad de su carrera, cuando se convirtieron en una banda tipo pop-punk adolescente a lo American Pie.
Por eso, aunque es la gira de su último disco, Supercharged, apenas se atreven con un par de sus canciones —»Looking Out for #1″ y «Make It All Right»—, que palidecen comparadas con el repertorio antiguo por mucho que se tiren cañonazos de confeti. El público, por primera y única vez en toda la noche, se queda indiferente, casi de brazos cruzados.
El resto del repertorio, cañonazos de verdad sin descanso, y los pogos en la pista aparecen aquí y allá por generación espontánea al ritmo de «Come Out and Play», «Staring at the Sun», «Gotta Get Away»…
Uno de los grandes momentos de la velada casi parecía sacado de un concierto de Taylor Swift: Dexter Holland sentado en un piano de cola blanco, a lo John Lennon, sobre olas de humo y pidiendo al respetable que encendiera las linternas de los móviles antes de interpretar Gone Away en versión balada pop. Va sin ironía el comentario: realmente fue un momento sobrecogedor.
Como dice Loquillo, algunos artistas se posicionan y otros no. Unos se atreven y otros no. Otros no tienen que decir nada, simplemente tocar una canción que habla por sí sola y que lleva escrita 31 años: Genocide. «Perro come perro cada día, de nuestro prójimo nos alimentamos, perro come perro cada día, espero que te guste mi genocidio».
Hay que destacar la buena forma de Dexter Holland como cantante, atacando las notas agudas como cuando era joven, sin fallar y con buen timbre, y sin esos descensos de octava tan habituales en cantantes maduros. También la destreza, intacta, de Noodles a la guitarra.
Además merece una mención el saber hacer del joven Brandon Pertzborn (30 años, un chaval comparado con el resto) a la batería, una auténtica apisonadora que iba allanando el camino de sus veteranos compañeros, y que se marcó un solo atronador con precisión de relojero que levantó una tremenda ovación.
Hubo lugar también para los homenajes: a Ozzy Osbourne con «Paranoid» y «Crazy Train» y a Ramones con «I Wanna Be Sedated», y tuvo algo de entrañable, como de banda de instituto haciendo versiones —y jo, qué versiones— de sus grupos favoritos.
La energía quedó en alto con tres de los grandes éxitos de Americana, «Why Don’t You Get a Job», «Pretty Fly» y «The Kids Aren’t Alright», la favorita de muchos fans. Y dos bises para rematar: «You’re Gonna Go Far, Kid» y uno de sus grandes temazos indiscutibles, «Self Esteem».
El sonido de Vistalegre, una castaña como siempre, con unos graves pegajosos comiéndose el resto de frecuencias, especialmente las medias, y más aún en el escoradísimo rincón de la grada donde estábamos ubicados —le veíamos la coronilla a los músicos—.
Pero ni el peor sonido del universo podría impedir que el de esta noche fuese lo que fue: un concierto memorable de una de las grandes bandas de rock del cambio de siglo. El auditorio estaba lleno de gente que atravesó —atravesamos— la pubertad con el Smash o el Americana, sintiéndose especiales y buscando en sus libretos retales con los que construir su incipiente personalidad.
El chiquillo que cabalgaba a lomos de su padre —nada más emotivo en un concierto de rock que contemplar ese trasvase generacional— probablemente hará lo mismo para intentar labrarse una individualidad distinta a la que marcan los tiempos que corren.