El piano no es solo un instrumento: es la voz más universal del alma humana. Desde su irrupción en la historia de la música, esa maravillosa bancada en blanco y negro se ha convertido en el altar donde se eleva al cielo el cáliz que sirve sorbos a la vez de introspección y de arrebato. En Oviedo, la celebración del ciclo dedicado al maestro Joaquín Achúcarro se convirtió esta semana en símbolo de esa trascendencia, con Lucille Chung y Alessio Bax como heraldos de una tradición que se perpetúa. Chung y Bax tienden un puente entre pasado y presente, entre la pedagogía del maestro y la mirada fresca de intérpretes que renuevan el repertorio en clases magistrales.
El piano es magia, el despertar de música congelada que deviene en torrentera, como pudimos apreciar en la sublime interpretación de Chung. Schumann lo convirtió en tormenta de la conciencia; Liszt, en un campo de batalla donde el virtuosismo alcanzó dimensiones titánicas; Chopin, el polaco inmortal, lo transformó en susurro íntimo y clamor patriótico. Hoy, escucharlo bajo la sombra de la amenaza rusa sobre el cielo de Polonia nos recuerda que la música puede convertirse también en baluarte de resistencia y rebeldía.
Achúcarro, con su magisterio, ha encarnado durante décadas la capacidad de interpelar y conmover. El reciente homenaje ovetense se antoja no solo tributo, sino también proclamación: las teclar armoniosas pueden ejercer a la vez de bandera de paz y de combate. En las manos presurosas de Chung y Bax, herederos de una estirpe centenaria, el piano retumba como eco de siglos, erigiéndose en símbolo de eternidad y coraje.
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