«Congress shall make no law … abridging the freedom of speech, or of the press».
(Primera Enmienda, Constitución de los Estados Unidos, 1791)
La Primera Enmienda no es una reliquia poética: es la muralla que separa la democracia del autoritarismo. En cuarenta y cinco palabras, escritas en 1791, se prohíbe al Congreso limitar la libertad de religión, de expresión, de prensa y de reunión. Sin ese cimiento, el edificio de la república se desmorona. Y, sin embargo, en la América de 2025 esa muralla empieza a agrietarse, minada desde dentro por quienes juraron defenderla.
Durante la campaña, Trump y sus aliados prometieron el fin de la «censura woke» y se autoproclamaron absolutistas de la libertad de expresión. Hoy, instalados en el poder, convierten esa libertad en licencia revocable. Libertad para los fieles, mordaza para los críticos.
Trump nunca lo ocultó. En 2017 escribió en X que quizá había que «revocar la licencia de NBC» por publicar noticias falsas, las famosas «fake news». Señaló también a CNN y MSNBC como enemigos declarados. En mítines lo repitió: «esas cadenas de TV deberían perder sus licencias». En enero de 2025 arremetió contra NBC/Comcast tras unas bromas de Seth Meyers, acusándolos de difundir «disparates» y sugiriendo sanciones. Ese mismo mes anunció que «toda universidad que permita protestas ilegales en campus perderá automáticamente su financiación federal». Y como guinda, presentó una demanda contra «The New York Times» reclamando 15.000 millones de dólares por supuesta difamación, un gesto que mezcla intimidación judicial con espectáculo político y que busca, sobre todo, disuadir a quienes se atrevan a investigar o cuestionar al poder.
El caso de Jimmy Kimmel es paradigmático. Tras un monólogo sobre el activista ultraconservador Charlie Kirk, ABC lo suspendió indefinidamente. El detonante no fue la sátira, sino el miedo. Brendan Carr, presidente de la FCC, deslizó que habría «consecuencias regulatorias» para las emisoras que continuaran emitiendo el programa. Nexstar y Sinclair, con fusiones multimillonarias en el aire dependientes de la FCC, entendieron el mensaje, aunque luego rectificasen: mejor sacrificar al cómico que arriesgar el negocio.
Stephen Colbert corrió suerte similar. CBS anunció que «The Late Show» terminaría en mayo de 2026. Oficialmente, por costes y audiencias. Pero el momento es revelador: Paramount, la empresa matriz, está cerrando su fusión con Skydance Media, que requiere el beneplácito de la FCC. Días antes, Colbert había calificado de «gran soborno gordo» el pago de 16 millones de dólares que Paramount entregó a Trump para zanjar una demanda presentada por el presidente. Poco después, su programa quedaba cancelado.
El caso no es anecdótico: es la demostración de cómo las grandes corporaciones, lejos de defender la independencia de sus voces más críticas, optan por pagar tributo al líder de turno para que les deje hacer sus negocios. Paramount lo hizo con 16 millones; otras compañías han seguido la misma lógica. Es la rendición con factura: vender dignidad y valores a cambio de licencias, fusiones o tranquilidad regulatoria.
La otra gran trinchera es la universidad. En 2025, la administración Trump congeló más de 2.200 millones de dólares en subvenciones a Harvard, acusándola de opacidad y permisividad ante protestas. La UCLA vio bloqueados 584 millones bajo la acusación de mala gestión de incidentes de antisemitismo. Ambas instituciones acudieron a los tribunales alegando violación de la Primera Enmienda y de la autonomía académica. Y en paralelo, Trump ha convertido las tarifas en arma de chantaje internacional contra sus enemigos percibidos, extendiendo la lógica de la mordaza más allá de sus fronteras.
Algunos jueces han intervenido. En septiembre, un tribunal ordenó restaurar fondos a UCLA y frenar nuevos recortes a Harvard. Pero el efecto disuasorio ya estaba servido: si incluso Harvard puede perder miles de millones, ¿qué no ocurrirá a centros más pequeños? Rectores y profesores han recibido el mensaje: mejor callar antes que arriesgar.
Lo que en teoría son medidas contra el desorden o la discriminación, en la práctica son herramientas de control político. Y cuando las universidades, que deberían ser espacios de pensamiento crítico, se convierten en cautivas del miedo presupuestario, la democracia entera pierde músculo intelectual.
El Tribunal Supremo estadounidense, en NRA vs. Vullo (2024), dejó claro que un cargo público viola la Constitución si coacciona a actores privados para silenciar voces. Y en Murthy vs. Missouri (2024), aunque no entró al fondo, se reiteró el principio: el Estado no puede fomentar un clima en el que el disenso tenga consecuencias punitivas. La práctica actual –amenazas veladas, licencias condicionadas, fondos congelados– encaja exactamente en lo que la jurisprudencia considera inconstitucional.
El problema no es técnico, es político. No hace falta censura previa cuando se tiene la capacidad de arruinar a un medio con una simple insinuación o de dejar sin recursos a una universidad entera. Esa es la censura sofisticada del siglo XXI: la que se aplica con la calculadora en la mano y el reglamento como coartada.
El manual es conocido. Primero, la deslegitimación: el adversario se convierte en «enemigo», «traidor» o «morón», como gusta repetir Trump sobre comediantes y periodistas. Después, la asfixia económica: se retiran fondos, se presiona a anunciantes, se bloquean fusiones. Luego, la legalidad creativa: leyes ambiguas sobre seguridad o interés público que permiten castigar lo que antes era debate legítimo. Y finalmente, la represión más dura: cárcel, exilio o eliminación del crítico, como vemos en Rusia, Turquía, China, Arabia Saudí o Corea del Norte.
Estados Unidos no está aún en esa última estación, pero el tren circula por la misma vía.
La Primera Enmienda en Estados Unidos y la libertad de expresión reconocida en el Artículo 20 de la Constitución Española –como en tantas constituciones democráticas– son la misma promesa: que nadie puede arrebatarnos el derecho a disentir, a crear, a pensar distinto. No son concesiones del poder; son límites al poder.
Yo lucharé por tu derecho a criticarme, por tu derecho a pensar lo contrario de lo que pienso, por tu derecho a opinar lo que quieras dentro de la ley, el derecho y nuestros valores comunes. Y espero, lector, que tú también luches por el derecho de todos a expresarse libremente.
En lo personal, no quiero que Jimmy Kimmel se vaya ni que Stephen Colbert sea silenciado. Los cómicos nos ayudan a sobrellevar la vida política, a entender con ironía las contradicciones de líderes tan polarizadores como Trump –y de tantos otros–, y a reírnos de lo absurdo para quitarle gravedad a lo insoportable. La sátira es un respiro, una vacuna contra la solemnidad del poder.
En un mundo hiperpolarizado necesitamos, más que nunca, escuchar al que piensa distinto con respeto, aceptar nuestras diferencias y preservar un espacio común para el debate. La libertad de expresión –sea la Primera Enmienda, el artículo 20 de la Constitución Española o cualquier carta democrática– no es un lujo: es la línea roja que separa a las sociedades abiertas de los regímenes que acallan, intimidan y, finalmente, eliminan a quien disiente.
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